La extensión demente

Como todos los jóvenes comprometidos con la revuelta del 68, el futuro filósofo Alain Finkielkraut creía que el comunismo había hecho realidad la plena emancipación del hombre, pero no tardó en descubrir que lo que reinaba en la Unión Soviética y en la Europa del Este era lo que testimoniaban, en medio del repudio voraz de la izquierda occidental, grandes disidentes como Solzhenitsyn y Kolakowski: la peor tiranía a la que puede verse sometido el ser humano.

        Finkielkraut es ahora el objeto de repudio de la amarillenta izquierda francesa. Autor de importantes ensayos sobre la renuncia progresiva de Europa a su tradición cultural y a su presente liberal, ha hecho sonar cada vez más fuerte la alarma de los antifascistas. Su amiga Elizabeth de Fontenay le aconseja en una carta (Finkielkraut-De Fontenay, Campo de minas, Alianza) que, por prudencia, evite coincidir con el discurso de la extrema derecha. Finkielkraut le responde con unas palabras de Albert Camus: «No se decide sobre la verdad de un pensamiento según ese pensamiento esté en la izquierda o en la derecha, y menos aún según lo que deciden hacer con él la derecha y la izquierda». Con su reproche disfrazado de consejo, De Fontenay toca el nervio del actual estado de cosas. Ahora, como en otros momentos confusos del pasado, la acusación de coincidencia con la ultraderecha es el anatema que impide toda posibilidad de debatir los postulados que la nueva izquierda ya ha conseguido convertir en la nueva moral.

        Defensor del Estado de Israel —no de las ocupaciones de Cisjordania—, alarmado por la creciente islamización de Europa y el poder arbitrario de la ideología de género, Finkielkraut es cada vez más un perseguido: el pasado febrero sufrió en plena calle el ataque de los chalecos amarillos, y hace pocos días, en una tertulia televisiva, se le acusó de hacer apología de la violación. Considerando que solo podía responder al absurdo con el absurdo, invitó a todos los hombres a «esa práctica exquisita» y añadió que él violaba todos los días a su mujer. En una sociedad iletrada como la presente, esa antífrasis le ha costado por el momento una denuncia de los comunistas ante el fiscal general de la República; otra del Partido Socialista ante el Conseil Supérieur de l’Audiovisuel, y una enérgica condena de la portavoz del gobierno. En una entrevista recienteFinkielkraut describe la actitud de sus atacantes como «la extensión demente de los dominios del racismo, la islamofobia, la homofobia y el sexismo». No es un asunto meramente francés: Europa debe decidir con urgencia si Finkielkraut es de extrema derecha o si la demencia se está apoderando otra vez del continente.

(Publicado en Quadern de El País, 12-12-19)

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La rabia

Hay ciertos padres —yo tuve ocasión de conversar con uno de ellos— orgullosos de que sus hijos participen en los disturbios, extremadamente violentos, que nos regalan estos tiempos de fanatismo desbocado. Les exalta la inconsciencia moral con que toman conciencia política; la nobleza humana —solo comparable a las luchas por la igualdad racial y los derechos fundamentales—, y el conocimiento infuso de la verdad que habita en los corazones que bombean sangre nueva. Les exalta el mimetismo colérico de sus hijos. «Se fueron cargando de rabia…» —dice mi interlocutor—. Es el mismo argumento que se usa para explicarse los combates de la banlieue de París, los asaltos furiosos a los campus de las universidades norteamericanas o las salvajes revueltas de Santiago de Chile: por encima de cualquier otra consideración, per el solo hecho de salir a la calle con la perentoria necesidad de satisfacer la rabia, los asaltantes se constituyen en víctimas, y, en consecuencia, toda forma de violencia que puedan ejercer no debe ser considerada más que autodefensa.

A propósito del victimismo, leo en Memoria o caos, un nuevo ensayo de Valentí Puig, escrito a contrapelo de la vulgaridad moral de nuestros días, que esa aspiración «es un obstáculo para la consolidación de las sociedades abiertas». Lo es porque, como ideología —Valentí Puig también constata que el victimismo es la ideología del ego—, no posee otro argumento que el agravio, la supeditación de los intereses sociales a los impulsos emocionales de los individuos adscritos a las diversas sectas; y porque el agravio, por su naturaleza imaginaria, es permanentemente irreparable y solo puede generar una sociedad cada vez más enloquecida por conflictos absurdos. Los proyectos identitarios, desde los nacionalismos hasta la ideología de género, no pueden lograr una situación de reposo sin contradecir su propia naturaleza, que les condena a padecer eternamente la mortificación de la rabia.

Si al victimismo le añadimos la desconexión del pasado, que solo quiere verse, en estado mítico, como una fuente de rabia para atacar el presente; el desprecio de la tradición cultural, la falta de agradecimiento por los beneficios de vivir en una sociedad regida por la ley y el orden, convendremos en que la vulgaridad moral puede acabar destruyendo como una plaga de termitas los fundamentos que nos constituyen. Lo pronosticó Ortega en La rebelión de las masas y, noventa años más tarde, lo corrobora Valentí Puig en Memoria o caos: «La idea de un continuum de civilización europea sobrevivió a los totalitarismos pero decae ante la convulsión de las costumbres».

(Publicado en Quadern de El País, 14-11-2019)

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La marquesa y los otros

La marquesa de Citri, un personaje de carácter atrabiliario que aparece brevemente en las páginas de Sodoma y Gomorra, el libro cuarto de En busca del tiempo perdido, sufre el desasosiego de observar en las otras personas presuntos defectos que ella encuentra insoportables y que no puede dejar de señalar con vehemencia. Esa obsesión, lejos de estar motivada por defectos objetivos y concretos, parece más bien responder en todos los casos a las absurdas percepciones de su imaginación neurótica. Todos hemos conocido personas afectadas por este mal del espíritu, y puede que algunos de nosotros lo hayamos padecido en ocasiones de un modo más benigno que el que describe Proust a propósito de la marquesa, a quien todo le provoca irritación: desde el estilo de vida de sus conocidos hasta la música de Beethoven. Por un motivo u otro, todo el mundo le parece estúpido y ese es probablemente el signo más claro de la mayor estupidez. «Un hombre de gran talento —escribe el narrador de la Recherche— prestará por lo común menos atención que un necio a la necedad del prójimo».

      Ahora bien, uno de los hombres de más talento de las letras francesas, Gustave Flaubert, dedicó una buena parte de su vida a explorar y cartografiar sin contradicción los inalcanzables caminos de la estupidez humana, y el mismo Proust, que admiraba profundamente al autor de La educación sentimental, no renunció tampoco a un tema que ha constituido desde el renacimiento uno de los grandes centros de interés de la literatura. Pero se trata de una clase de estupidez muy distinta de la que obsesiona a la marquesa de Citri. Mientras esta última, fantasmagórica y banal, es proyectada por un carácter neurótico y, cuando es auténtica, afecta solo a las costumbres y las inclinaciones particulares, la otra, la que impresionaba a Flaubert por su afán de mortificación, ha constituido a lo largo de los siglos la fuerza más temible de la experiencia humana. Y así como distinguimos el crimen organizado de los actos viles engendrados por la pasión de un individuo, así también debemos distinguir la estupidez organizada, que es ahora el signo de nuestro tiempo, de la inocua necedad de todos los días. Construida socialmente con absurdas consignas ideológicas que los medios del siglo XXI inoculan con eficacia en los espíritus más inclinados al mimetismo, la estupidez organizada ya ha empezado a tomar posesión de cátedras y tribunas que el conocimiento y la prudencia habían edificado con una paciencia de siglos para proteger a los hombres de la furia incesante de los prejuicios. Antes solo quería conquistar el poder, ahora también quiere suplantar el saber.

(Publicado en Quadern de El País, 17-10-2019)

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Importancia de la locura

En un artículo publicado en The Guardian el pasado 30 de julio, el escritor Philip Hoare presentaba Moby Dick como una precursora de las ideas del siglo XXI: la dignificación de los animales, la preocupación por el medio ambiente, la reivindicación del matrimonio homosexual, la defensa de la multiculturalidad, la denuncia del imperialismo. Describiendo la belleza de los cetáceos, Herman Melville se adelantó —dice Hoare— a nuestra visión de esos animales, «los cuales sabemos que son extremamente sensibles y absolutamente matriarcales, y que expresan su cultura a través de los sonidos que reverberan». Ishmael, el narrador de Moby Dick que describe la belleza de los cetáceos, es un ballenero de tropa que, a medida que avanza la novela, se va revelando más inteligente, más culto y más sensible de lo que podríamos suponer en un hombre de su condición. No puede dejar de admirar las formas y las evoluciones de esos extraordinarios mamíferos, tanto como no puede dejar de entusiasmarse con la aventura de cazarlos, despedazarlos, y extraer de ellos las preciosas sustancias que contienen. No sé si Moby Dick conecta tan bien como quisiera Hoare con las ideas del siglo XXI, pero podemos estar seguros de que el anacronismo moral —absurdo en el que Melville no habría podido incurrir jamás— es parte sustancial de las ideas del siglo XXI; y la obsesión por cultivarlo, una neurosis no muy distinta de la de quien persigue sin tregua una gran ballena blanca.

        Moby Dick ocupa una posición central en la tradición literaria de Occidente; se distinguen en ella los tonos líricos y los juegos verbales de las comedias de Shakespeare, y también se encuentra el sentido faulkneriano del lenguaje simbólico, y la aún más faulkneriana manera de entender la insondable obsesión neurótica del hombre como el cumplimiento de un destino trágico. En esa tradición lo que se narra primordialmente son los misterios del carácter, una oscura caverna que a veces puede iluminarse con extrañas metáforas. La prosa de Melville, en sus momentos menos reposados, es intensamente poética, y de lo que trata su novela por encima de todo es de la locura, que es un atributo permanente del ser humano y no una de las ideas volátiles de los siglos. Ahab, el capitán del ballenero Pequod, es consciente de haberlo sacrificado todo a una idea sin sentido: la persecución por todos los mares del mundo del cachalote que, en el anterior encuentro que tuvo con él, le seccionó una pierna y le obligó a sostenerse de por vida sobre un hueso de cetáceo; puede razonar el estado enfermizo de su carácter y no dejar de entregarse a él con toda su voluntad. Kurtz, el monstruo que creó Conrad en El corazón de las tinieblas, también puede razonar su perversidad. Puede parecer una paradoja, pero la peor locura no es incompatible con el razonamiento. Con todo, para el narrador de Moby Dick, hay un misterio aún mayor que el del loco: el de los fanáticos que se ponen a seguirlo con plena devoción.

(Publicado en Quadern de El País, 19-09-19)

 

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Automatismo moral

En los años noventa, en los tiempos en que ETA aún mataba con una cierta regularidad, tuve noticia de algunos trabajos académicos ocupados en demostrar —mediante el instrumento de detección y denuncia de marcas ideológicas conocido como Análisis del Discurso— que determinados medios de comunicación inducían, con su lenguaje («banda terrorista», «organización criminal», «asesinos»), a una visión partidista del conflicto vasco. La moraleja del caso la expone a la perfección una viñeta de Gila, publicada en la revista Hermano Lobo en 1973, en la que se ve a un hombre que apuñala salvajemente a otro hombre. Mientras, un tercero que lo observa con cara de circunstancias pide al agresor que no le dé más puñaladas a la víctima, y el agresor responde: «Pues que deje de llamarme asesino».

            En Cataluña, la propensión a comprender el terrorismo, o a considerarlo por lo menos un síntoma inconveniente o lamentable de un conflicto legítimo, siempre tuvo cabida en las filas del nacionalismo y de algunos sectores de la izquierda, y no parece que haya sido nunca una actitud marginal. En un mitin del Once de Septiembre de 2002, el sacerdote Lluís Maria Xirinacs se proclamó «amigo de ETA». Dos años más tarde, la Universitat Catalana d’Estiu lo distinguió con el premio Canigó y, en el discurso de aceptación, se declaró inequívocamente partidario de la lucha armada. El hecho no causó ni el escándalo ni el repudio que semejante declaración habría suscitado en una sociedad moralmente equilibrada. Pocos años antes, en ocasión del asesinato en Barcelona del dirigente del PSC Ernest Lluch, la equidistancia se puso de largo. No recordaré aquí las circunstancias en las que Gemma Nierga hizo una llamada al diálogo —diálogo simétrico entre los asesinos y las instituciones democráticas—, pero sí el entusiasmo con el que esa llamada fue acogida por los moderados desde sus columnas de prensa y sus tertulias radiofónicas. De repente, la palabra «diálogo» se convirtió en una exigencia moral que cargaba la responsabilidad del terrorismo en la actitud intransigente de los gobernantes españoles. Vino después la amistad institucional del nacionalismo catalán con Arnaldo Otegi; la ubicua presencia en las formaciones independentistas del asesino Carles Sastre; la participación de miembros de ERC, Podemos y la CUP —los mismos que luchan ardidamente contra el franquismo— en actos de apoyo o de bienvenida a los presos etarras; o, pocas semanas atrás, la recepción con honores, en el barrio de Gracia, de Marina Bernadó, condenada por colaboración con el comando Barcelona, el de Hipercor. Todos esos exigen que dejemos de llamar asesinos a los asesinos. Dice Ernst Jünger en Sobre la línea que, en una sociedad libre, no es tan preocupante que haya criminales de oficio como que las personas que uno ve en cada esquina o detrás de una ventana vayan entrando en el automatismo moral.

(Publicado en Quadern de El País, 27-06-19)

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Dentro de la literatura

El más sustancial de los principios literarios que fundamentan las grandes obras narrativas del siglo XX es la voluntad de apartar al autor de los hechos y las circunstancias que presenta; de dar toda la autonomía posible al artificio verbal que ha de crear en el lector la ilusión de contemplar por sí mismo un mundo que no le es explicado sino mostrado con todas sus complicaciones. La exigente persecución de ese ideal poético, construido con la descripción profunda de los espacios, los caracteres y las fluctuaciones mentales de los personajes, es lo que da a la obra de Faulkner —de quien el escritor y crítico literario Ponç Puigdevall admiraba hace unos días en El País «los estallidos visionarios y las percepciones misteriosas de una prosa sinuosa y profundamente lírica»— su gran poder de atracción, y también es lo que hace que la obra del narrador uruguayo Juan Carlos Onetti, creador de un universo literario regido por leyes físicas parecidas a las de Faulkner, deba considerarse una de las más trascendentes de la literatura latinoamericana.

        En los cuentos y las novelas de Onetti, como en los de Faulkner y otros que exploraron caminos semejantes, el extrañamiento del mundo, el movimiento en virtud del cual las cosas que ocurren en la ficción no son referidas por el autor según una relación lineal de causa y efecto, sino más bien impulsadas a la manera de un demiurgo que, después de crear el mundo, se desentiende de lo que pueda suceder en él, afecta a todos los resortes que articulan el relato. Actúa, en primer término, en la descripción, que hace presentes los objetos como quien, contemplando aisladamente los rasgos de un rostro familiar, se esfuerza por verlo como el de un desconocido; actúa en las divisiones y las fragmentaciones del punto de vista: el que narra puede no saber exactamente de qué está hablando, mentir a conciencia, engañarse a sí mismo o perderse en digresiones inútiles para la coherencia argumental; actúa en la percepción del tiempo: el pasado es presente, y el futuro inevitable —el destino— gobierna los designios de las mentes que se dispersan en las fantasías del odio, la culpa, el deseo, el temor.

        En la obra póstuma de Ricardo Piglia Teoría de la prosa (Eterna Cadencia, 2019), pueden verse expuestos los misterios de esa forma de narrar, irresolubles en tanto que, por su propia condición literaria de misterios, no pueden ser reducidos a un sentido externo, pero perfectamente explicables en su función narrativa. El libro transcribe las sesiones de un seminario que Piglia impartió en 1995 en la Universidad de Buenos Aires, dedicado a estudiar, una por una, las novelas cortas de Onetti, y no hay que desaprovechar la ocasión de leer esos extraordinarios relatos acompañados de las valiosas observaciones de Piglia sobre la poética del extrañamiento, la naturaleza de la narración o la banalidad de la crítica interpretativa. «Si tuviéramos que imaginar un relato en el que todo quedara claro, estaríamos fuera de la literatura», dice. Y así es.

(Publicado en Quadern de El país, 30-05-19)

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Los años que vinieron

En esta segunda década del siglo XXI, se han hecho esfuerzos considerables por definir el neologismo posverdad y explicarse la energía con que el fenómeno al que se refiere ha colonizado amplios sectores de la política y el periodismo. Pero el culto popular a la posverdad —la actitud de quien piensa que la falsedad de los hechos en los que se basa una opinión no es motivo para renunciar a ella, y que incluso considera un derecho desestimar razonamientos y evidencias— no es sino una consecuencia necesaria de la sociedad de la hiperimitación en la que nos hallamos cada vez más atrapados. En tal situación, la palabra sirve más para representar que para razonar y, juntamente con la entonación, los gestos, los vestidos y la mímica facial, ofrece y capta los rasgos de una identidad grupal. El éxito del pujolismo se puede calibrar, más que por los votos, que siempre pueden ser circunstanciales, por la capacidad del presidente de transferir su personalidad —vicios gestuales, inflexiones de voz— a una amplia legión de diputados, regidores, funcionarios, periodistas, organizadores de fiestas locales y personas de oficios diversos. El grado de mimetismo que es capaz de generar un líder político debería ser un indicador privilegiado de la calidad democrática de su proyecto. La correspondencia siempre se da.

        Del impresionante asunto de la imitación y de las consecuencias que tiene en los diversos órdenes de la vida social y política, se ocupó Rafael Sánchez Ferlosio en diversos pasajes de su obra ensayística, mucho antes de que el fenómeno —en virtud de las nuevas ofertas de comunicación digital— adquiriese la expansión voraz que ahora le conocemos. En un libro de aforismos y otros pensamientos que lleva por título Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993), opone la moral de perfección a la de identidad. En la primera, el sujeto aspira a mejorar constantemente su propia condición moral; en la segunda, se complace en mantenerla inalterable. Ferlosio, que califica de abyecta esa segunda actitud, sabe que la materia prima de la identidad son las convicciones, y observa que las convicciones —los centenares de millones de muertos en conflictos ideológicos del siglo XX lo proclaman sin apelación— son la causa de la máxima crueldad de que es capaz el ser humano. Que se manifiesten en un estado de difícil pero pacífica convivencia no les convierte en un beneficio social, y aun menos —como algunos se complacen en repetir— en un valor moral. “Sólo hay unos cuantos tipos de persona, y cada cual desea ser reconocido por aquellos a los que pertenece. Esta es la única función de las ideologías; y las ideas, encerradas en paquetes tales, se ven supeditadas a ese único y tristísimo papel” —escribe Ferlosio de modo irrevocable en el libro que augura los años que vinieron.

(Publicado en Quadern de El País, 02-05-19)

 

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La repetición del fracaso

Abb-3-Laurel-und-Hardy-The-Music-Box-1932Hace un par de semanas se estrenó en España la película de John S. Baird que recrea el final de Stan Laurel y Oliver Hardy como pareja de actores, la decadencia física de Hardy, y una amistad superior a los recelos y los rencores que había también entre ellos. Los films biográficos suelen ser insustanciales y tediosos, y por lo general un poco grotescos. Éste, Stan & Ollie (El gordo y el flaco), lo fía todo a la compasión que esos dos personajes del cine cómico despiertan en sus admiradores, y lo puede hacer porque los actores que los encarnan interpretan sus papeles con la exactitud posible y la contención necesaria. La película no es mucho más que eso, pero nos da pie a recordar los procedimientos de esos dos maestros del desastre.

        En sus cortometrajes, además de las confusiones de sombreros, las caídas de culo y los mamporros en la cabeza, aparece a menudo la repetición obstinada de un mismo fracaso. En Night Owls (Los ladrones) se disponen a robar en una casa, y, tras las vicisitudes de rigor, Stan penetra por una ventana. Ollie corre hacia la puerta a esperar que le abra su compañero; éste sale a recibirle con una sonrisa de satisfacción, y en cuanto sale cierra la puerta y ambos vuelven a quedar en la calle. De nuevo, intentan entrar por la ventana y se repite la misma secuencia con escasas variaciones, y, con las diferencias de desenlace que permitirán abandonar el círculo vicioso, vuelve a producirse por tercera vez. La norma general es que no hay que insistir en una misma broma, pero la grandeza de Laurel y Hardy se encuentra precisamente en la insistencia inútil, que es una de las cosas que caracterizan la vida humana. En The Music Box (Haciendo de las suyas), la repetición del fracaso llega al virtuosismo. Los dos colegas, que son transportistas, tienen que subir un piano por las largas escaleras que conducen a uno de esos apartamentos de Los Ángeles construidos sobre una colina. El piano, embalado en una caja de madera, se les escapa una y otra vez de las manos y se precipita por las escaleras. Fascinado por esta película, Ray Bradbury escribió un relato titulado Another Fine Mess (Otro buen lío) en el que una mujer que, en los años noventa, vive en un apartamento contiguo al del rodaje de The Music Box, oye cada noche las voces de dos hombres que discuten, acompañadas de golpes y sonidos diversos y de notas que resuenan. Con la ayuda de una amiga experta en el Hollywood antiguo, entiende que se trata de los fantasmas de Stan Laurel y Oliver Hardy, condenados a repetir sin descanso la frustrada ascensión del piano. Si el relato se hubiese interrumpido en ese punto, los dos cómicos habrían podido competir eternamente con el mismo Sísifo, pero Bradbury les presenta como dos almas en pena que no podrán dejar de cargar el piano por las escaleras hasta que alguien les diga que les quiere. Y es lo que les gritan las dos mujeres con todas sus energías: “¡Os queremos!”. Y es lo que demuestra, una vez más, que el sentimentalismo siempre queda en evidencia.

(Publicado en Quadern de El País, 28-03-2019)

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La estrafalaria traición


En el Quadern de El País del 7 de febrero, Josep Massot informaba de la donación a la Biblioteca Nacional de Catalunya del archivo de Sebastià Gasch, que, entre otros documentos, reúne la extensísima correspondencia del crítico: un total de 12.000 cartas. Aún no he podido comprobar si, en ese conjunto, están las que le dirigió Lluís Valls Areny (1927-2007) en los años 50 del pasado siglo, pero hace años que conozco, por lazos familiares, las que Gasch escribió a ese pintor. Son cartas llenas de afinidad con el espíritu y la obra de Valls Areny, que considera heroica en las condiciones de repudio que encuentra en las comarcas catalanas toda tela que no muestre la exuberancia del paisaje con la luz estridente y los colores ostentosos de la tradición local. La pintura que aspira a ser solo pintura no se propone nunca reproducir las cosas del mundo para mimar sus formas y presentarlas de modo que halaguen de inmediato el goce doméstico, sino que se apodera de ellas a su arbitrio para crearlas de nuevo. Esa fue siempre para Gasch, en consonancia con el pensamiento moderno, la esencia que separa el arte de sus sucedáneos. «Ya sabe usted cómo le admiro —dice a Valls Areny en una carta del 21 de junio de 1957—, cómo admiro su esfuerzo persistente, por aligerar su pintura de cosas superfluas y hojarasca». El pintor, que nació y vivió en Castellar del Vallès, había empezado a ejercer su oficio pintando del natural, pero no tardó en darse cuenta de que lo que él quería extraer del paisaje solo lo podía obtener en el taller tras una laboriosa depuración formal, y ese descubrimiento le fue llevando a explorar sin pausa caminos alejados de sus orígenes. A Gasch se le hizo evidente al instante que Valls Areny no pintaba «para contentar a sus tías», como dijera su amigo J.V. Foix hablando de los poetas; y reconocer una clara voluntad artística en un pintor de comarcas le motivó a dedicarle una de las columnas que escribía semanalmente en la revista Destino (nº 1000, 6 de octubre de 1956, p. 71). El artículo tiene especial valor porque Gasch, como reiterará después en la correspondencia con Valls Areny, explica uno de esos fenómenos que, sin dejar de ser de una obviedad abrumadora, no suelen nombrarse públicamente. «A fuerza de ser prodigado hasta la saciedad —escribe en referencia al paisajismo catalán— engendró las obras más triviales que registra la historia de la subpintura». Y añade, poco después, que «son todavía legión los pintorzuelos que continúan hallando satisfacción en esa estéril estandardización». Esa satisfacción, que el tiempo no ha sabido moderar, ha trabajado siempre con porfía para impedir el paso al talento, y la evolución de Valls Areny hacia una pintura que, en los años en que la contempla Gasch, se fue robusteciendo con la asimilación de las tendencias modernas, provocó durante años las iras de los villanos, quienes, en palabras del crítico, no supieron ver en ella más que una «estrafalaria traición».

(Publicado en Quadern de El País, 28-02-2019

 

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Grandes disidentes

Helen Gurley Brown, empresaria, escritora y editora norteamericana del siglo XX, entendía el feminismo en un sentido diametralmente opuesto al que ha acabado apoderándose del movimiento. Para Brown, luchar por la libertad de la mujer significaba principalmente dotarla de la fuerza moral necesaria para proclamar y mantener su independencia de espíritu como esposa, como amante o como objeto de provocación sexual: como lo que le diera la gana de ser en cualquier momento de su vida. El cambio radical que introdujo en Cosmopolitan a partir de 1965, cuando fue nombrada redactora jefe de la revista, contribuyó a elevar las aspiraciones del feminismo vinculándolo audazmente a la revolución sexual de los sesenta. No todo el mundo lo vio con buenos ojos: sus portadas de chicas en biquini ofendían tanto al puritanismo de raíz tradicionalista como al de raíz feminista, y es ese último el que, habiéndose cargado de la rabia necesaria para pasar a la acción, se presentó un buen día en la redacción de Cosmopolitan en la persona de la biliosa activista Kate Millet, quien, acusando a Helen G. Brown de reaccionaria por su fomento de la depredación masculina, la acorraló contra un radiador y la llenó de improperios y amenazas. Esto ocurría en 1970, dos años después de que Valerie Solanas disparase fatalmente contra Andy Warhol por su prepotencia machista. Lo digo solo por dejar constancia de una determinada tendencia que plantó semillas en el feminismo de aquellos años, el de segunda ola.

     En un artículo de 2012 dedicado a honrar la memoria de Brown con motivo de su muerte, la ensayista y profesora de humanidades Camille Paglia ve en el asalto al Cosmopolitan el momento en el que el feminismo empieza a tomar formas retorcidas. La tendencia que no tolera la libertad de elección de las mujeres y que exige que los hombres se consideren genéricamente viles, toscos y ofuscados pronto desembarcaría en las universidades y proveería de doctrina a los medios de comunicación y los gobiernos. Paglia tuvo siempre la energía necesaria para denunciar ese proceso. Tratar a las mujeres —dice— como más vulnerables, virtuosas o dignas de crédito que los hombres es «reaccionario, regresivo y, en última instancia, contraproducente». El artículo sobre la señora Brown se ha editado no hace mucho en una obra que, con el título de Provocations, recoge escritos y declaraciones de Camille Paglia de los últimos veinticinco años. Sus intereses son múltiples: habla con pasión de literatura, música, arte, cine, moda, religión. Adora el exhibicionismo, de Oscar Wilde a David Bowie, de Mae West a Madonna. Se presenta como progresista, feminista y transgénero, después de dejar claras las enormes distancias que la separan de los colectivos identitarios. La ideología triunfante la considera sometida al heteropatriarcado y le echa sapos y culebras.

(Publicado en Quadern de El País, 31-01-2019)

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