Orgullo, pereza, ignorancia

El maestro francmasón que en Guerra y paz introduce a Pierre Bezújov en la secta le dice, cuando se acaban de conocer, que aunque él crea que su pensamiento es fruto de la razón, no es sino, como el de todo el mundo, fruto del orgullo, la pereza y la ignorancia. Precisamente por eso observa Stendhal en Rojo y negro que el razonamiento ofende, porque mortifica el orgullo en tanto que pone en evidencia la pereza y la ignorancia. Esa constatación tiene un peso muy importante en la novela del diecinueve, que tiende a mostrar sin concesiones las miserias de la naturaleza humana encarnadas en una aristocracia decadente y una burguesía ascendente, tan inculta como presuntuosa. Pero el desprecio del raciocinio no es una enfermedad privativa de determinadas clases sociales ni de determinados momentos históricos; es una constante del carácter humano y, antes y después de los novelistas del diecinueve, la gran literatura no ha dejado de mostrarlo con sus más diversos matices. En nuestro siglo, la gran literatura es un bien escaso, y los libros y las películas que le usurpan su espacio más bien tienden a lo contrario: si antes se trataba de ridiculizar a los que se sienten ofendidos con el razonamiento, ahora se trata de evitar que los que no razonan se puedan sentir ofendidos.

            Ahora bien, la irracionalidad no es tan solo un motivo de composición literaria destinado a obtener la complicidad del lector inteligente; es, sobre todo, una máquina de destrucción física y moral de una eficacia incomparable, y tiene raíces tan profundas en la psicología humana —incluso en la del lector inteligente— que no son pocos los que se han decidido a proclamar que el ser humano es esencialmente irracional. Steven Pinker, en su última obra, Rationality, publicada en el año que acabamos de cerrar, niega rotundamente este supuesto y da para ello buenas razones: la falta de raciocinio no es de ninguna manera una deficiencia cognitiva, sino una renuncia interesada, aun cuando el interesado ignore el interés que lo motiva y haga creer a sí mismo y a los demás que sus opiniones tienen fundamento. Para acceder al cultivo de la razón es necesario un aprendizaje que debe extraerse necesariamente de un cierto conocimiento de los mecanismos de la lógica, la probabilidad, la distinción entre correlación y causación, lo que constituye en definitiva el pensamiento crítico. Pinker denuncia que la educación y el periodismo contemporáneos han sustituido el pensamiento crítico por una propaganda ideológica a la que llaman «justicia social» y cree que hay que recuperar la función de esas dos instituciones de señalar las falacias de las ideas públicas. Yo también lo creo, pero Pinker es muy optimista y yo, en cambio, cada día lo soy menos.

(Publicado en Quadern de El País, 23-01-2022)

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