Desobediencia

En El conocimiento inútil, un ensayo publicado originariamente en 1989 y que ahora Página Indómita ha reeditado con una nueva traducción al castellano, Jean-François Revel, uno de los pensadores liberales más brillantes de la posguerra europea, dedica un capítulo a presentar los estragos que la pedagogía de la izquierda antiliberal, acaparadora del poder educativo, ocasionó en los planes de estudio de la enseñanza secundaria durante la guerra fría. La naturaleza del fenómeno que describe y el efecto ridiculizado que en él proyecta el paso del tiempo ayudan mucho a comprender la vesania ideológica de una manera de entender el progresismo que, si antes mostraba devoción por el totalitarismo soviético, ahora eleva a la categoría de excelencia moral ciertas fantasmagorías posmodernas que hacen las delicias de los administradores de la cultura y la educación. Entre otras sugerencias de la pedagogía francesa de la época, Revel cita un livre du maître (manual destinado a orientar a los maestros) de 1980 según el cual conviene explicar a los escolares que el mundo se divide entre unos Estados Unidos imperialistas y antidemocráticos y una Unión Soviética antiimperialista y democrática y que, mientras que el primero aspira a dominar el mundo, la segunda lucha contra el imperialismo y el fascismo. Caído el Muro,  a un lector de los felices años noventa, esa recomendación pedagógica debía de parecerle inconcebible; un lector de los tiempos presentes, en cambio, bien informado de la furia adoctrinadora de los expertos del momento, solo verá en ella una variación en los contenidos, y en el caso de otras recomendaciones de los mismos años ochenta sobre la necesidad de que la escuela deje de dar importancia a la transmisión de conocimientos para centrarse en los valores de la empatía y la convivencia, pensará que a veces el tiempo sí que pasa en balde. Vean si no. Que la fiebre por convertir a los escolares en activistas políticos autocontemplativos y perfectamente ignorantes del conocimiento útil ha tomado ya posiciones institucionales en Cataluña, lo revela el borrador de Decreto de Ordenación de Enseñanzas de la Educación Básica de la Generalitat que ha trascendido recientemente y que tiene toda la pinta de querer ser recordado en un futuro como un monumento a la falsificación de la historia en clave nacionalista, a la imposición neurótica de la ideología de género y a la consolidación de una pedagogía alérgica a la exigencia. El decreto toma especial interés en la reflexión sobre las actitudes resistentes y revolucionarias y el conflicto entre moralidad y legalidad. De lo que se trata, pues, y animo desde aquí a los maestros responsables, es de desobedecerlo en todos y cada uno de sus puntos, siguiendo así escrupulosamente la filosofía que lo inspira.

(Publicado en Quadern de El País, 20-02-2022)

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Orgullo, pereza, ignorancia

El maestro francmasón que en Guerra y paz introduce a Pierre Bezújov en la secta le dice, cuando se acaban de conocer, que aunque él crea que su pensamiento es fruto de la razón, no es sino, como el de todo el mundo, fruto del orgullo, la pereza y la ignorancia. Precisamente por eso observa Stendhal en Rojo y negro que el razonamiento ofende, porque mortifica el orgullo en tanto que pone en evidencia la pereza y la ignorancia. Esa constatación tiene un peso muy importante en la novela del diecinueve, que tiende a mostrar sin concesiones las miserias de la naturaleza humana encarnadas en una aristocracia decadente y una burguesía ascendente, tan inculta como presuntuosa. Pero el desprecio del raciocinio no es una enfermedad privativa de determinadas clases sociales ni de determinados momentos históricos; es una constante del carácter humano y, antes y después de los novelistas del diecinueve, la gran literatura no ha dejado de mostrarlo con sus más diversos matices. En nuestro siglo, la gran literatura es un bien escaso, y los libros y las películas que le usurpan su espacio más bien tienden a lo contrario: si antes se trataba de ridiculizar a los que se sienten ofendidos con el razonamiento, ahora se trata de evitar que los que no razonan se puedan sentir ofendidos.

            Ahora bien, la irracionalidad no es tan solo un motivo de composición literaria destinado a obtener la complicidad del lector inteligente; es, sobre todo, una máquina de destrucción física y moral de una eficacia incomparable, y tiene raíces tan profundas en la psicología humana —incluso en la del lector inteligente— que no son pocos los que se han decidido a proclamar que el ser humano es esencialmente irracional. Steven Pinker, en su última obra, Rationality, publicada en el año que acabamos de cerrar, niega rotundamente este supuesto y da para ello buenas razones: la falta de raciocinio no es de ninguna manera una deficiencia cognitiva, sino una renuncia interesada, aun cuando el interesado ignore el interés que lo motiva y haga creer a sí mismo y a los demás que sus opiniones tienen fundamento. Para acceder al cultivo de la razón es necesario un aprendizaje que debe extraerse necesariamente de un cierto conocimiento de los mecanismos de la lógica, la probabilidad, la distinción entre correlación y causación, lo que constituye en definitiva el pensamiento crítico. Pinker denuncia que la educación y el periodismo contemporáneos han sustituido el pensamiento crítico por una propaganda ideológica a la que llaman «justicia social» y cree que hay que recuperar la función de esas dos instituciones de señalar las falacias de las ideas públicas. Yo también lo creo, pero Pinker es muy optimista y yo, en cambio, cada día lo soy menos.

(Publicado en Quadern de El País, 23-01-2022)

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Efectos de la perspectiva

En noventa de los más de cuatrocientos grados que se imparten en las universidades catalanas se incluyen asignaturas de lo que se conoce como «perspectiva de género», una perspectiva tuerta como la de un palo parcialmente sumergido, porque el efecto resultante no es el de una realidad tangible como la del palo en remojo, sino una proyección análoga en el plano moral a la del fenómeno físico que refleja el agua. Las autoridades académicas celebran con orgullo esa desviación, que también deforma la óptica de los programas escolares, donde cada vez se dedican más horas a «cuestionar las masculinidades». Que la fuerza de convicción con que se impone la falsa perspectiva como si se tratara de una campaña de desratización no provoque en los ciudadanos la perplejidad que debería nos indica hasta qué punto vivimos en una sociedad acostumbrada a obedecer todos los desvaríos de los políticos a los que otorga la mayoría. Porque la perspectiva de género consiste en un conjunto de obsesiones paracientíficas no avaladas por ningún estudio riguroso, pero la imitación irreflexiva de modelos anglosajones, la necesidad que tienen los partidos políticos de vender sus productos, y los frutos económicos y profesionales que de ellos se recogen las hacen más poderosas que cualquier intento de racionalidad. Y no solo en la educación, donde las ayudas a la investigación y a la organización de congresos y másteres beneficia a miles de individuos; en el activismo político subvencionado o en la producción repetitiva hasta la náusea de genialidades artísticas protegidas por las administraciones, sino también en un periodismo ansioso de ofrecer reportajes en exclusiva a costa de la honestidad y que se ve aclamado por su valentía y su espíritu de servicio.

            El 4 de marzo me referí, en esta columna, al caso del dramaturgo Joan Ollé. Entonces aún no disponía de la información suficiente y advertí que mi comentario podía pecar por exceso o por defecto. Ahora, después de la resolución de la Diputación de Barcelona que investigó los hechos y de las revelaciones de algunos testigos que aseguran haber sido manipulados por los periodistas del diario Ara que dispararon el escándalo, ya puedo decir que pequé por defecto. Ollé ha sido declarado inocente de los delitos de abusos sexuales y psicológicos que se le imputaban. Los periodistas que le pusieron en la picota (del Ara y de El Nacional) incumplieron presuntamente —una presunción que no concedieron nunca a su víctima— siete artículos del Código Deontológico del Colegio de Periodistas. A diferencia de las acusaciones de las que fue objeto el dramaturgo, el veredicto de la Diputación no ha ocupado grandes titulares.

(Publicado en Quadern de El País, 12-12-2021)

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Sociedad de la falsificación

El sociólogo Manuel Castells ha definido como “sociedad red” la estructura social derivada de la eclosión de las tecnologías digitales, una revolución que, al parecer, nos obliga a replantear todo lo que antes teníamos por cierto. Hablando ya con la autoridad que le confiere el cargo de ministro de Universidades, Castells ha ido ofreciendo detalles de los principios que han de regir el nuevo mundo. Uno de los más conspicuos lo anunció hace unos meses asegurando que los estudiantes que copian bien dan prueba de inteligencia y que la obsesión por que no lo hagan es “un reflejo de una vieja pedagogía autoritaria”. El ministro no estuvo, en ese elogio de la falsificación, demasiado original; su punto de vista se emparenta estrechamente con una vieja pedagogía antiautoritaria que considera la existencia de la verdad un mito de la derecha. Para apartarse de este, el estudiante progresista hará bien en iniciarse en el aprendizaje del fraude, una habilidad que le puede ser muy útil en su vida profesional, sobre todo teniendo en cuenta que la parte más extensa de lo que circula por la sociedad red y un cierto periodismo dispuesto a asimilarse a ella hacen honor a las convicciones del ministro: el compromiso con la verdad ya no es sino un atavismo.

     Entre la bendición del alumno que copia y el profesional de la información que no cree en la necesidad de informarse bien de lo que divulga se despliega un largo hilo conductor, y es en ese último tramo del hilo, en el océano de falsificadores que ofrece un periodismo convencido de que la subjetividad del individuo anula la objetividad de los hechos, donde Arcadi Espada ha pescado, a lo largo de dieciocho años, algunas de las perlas que elabora la profesión y que ahora acaba de reunir en La verdad (Ediciones Península) con un prólogo de Ferran Caballero.

        Sobre la verdad y los intentos de abolirla se han publicado estos últimos años obras de un interés muy notable, pero pocas llegan a mostrar tan claramente los subterfugios de lo que ahora se conoce como posverdad y que no es la simple mentira, sino un menosprecio institucionalizado por la verdad de los hechos. Los hechos son de una tozudez insistente a la hora de reclamar atención, pero más tozuda es aún la tendencia humana a ignorarlos. Ya lo observó Josep Pla en Notas del crepúsculo*: “La gente solo entiende las cosas utópicas e hipotéticas. En cambio se necesita una gran inteligencia para entender el empirismo real y concreto. Hay que poner mucho más empeño, atención y esfuerzo”. Y justamente de eso es de lo que tratan los textos de La verdad, de la atención y el esfuerzo que, ya sea por pereza moral o intereses espurios, renuncian a poner en su trabajo los beneficiarios de la sociedad red.

*Traducción de Xavier Pericay

(Publicado en Quadern de El País, 14-11-2021)

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Paz

El próximo domingo, 24 de octubre, se celebrarán los cincuenta años de las palabras que Pau Casals pronunció en la sede de Naciones Unidas de Nueva York cuando el secretario general de la institución, el birmano U Thant, le impuso la Medalla de la Paz. En aquel discurso, el maestro hizo pública su condición de catalán, aseguró que Cataluña había instituido el primer Parlamento del mundo (“…much before England”) en el siglo XI, y declaró solemnemente que los catalanes, iniciadores de las Naciones Unidas, ya eran pacifistas en aquellos tiempos. De las tres afirmaciones, solo la primera es cierta: Pau Casals era efectivamente catalán, pues nació en El Vendrell; las otras dos se inspiran en un mismo hecho: la Asamblea de Paz y Tregua que presidió en el año 1027 el abad Oliba en la población rosellonesa de Toulouges en continuidad con el movimiento de la Paz de Dios, promovido por la Iglesia de Roma y activo en Aquitania desde finales del siglo X. Su propósito era disminuir la violencia feudal, los ataques devastadores de los nobles lo suficientemente ricos para reclutar guerreros y lanzarlos contra los campesinos con el ánimo de apoderarse de sus tierras y someterles a vasallaje. La ofensiva aprovechaba el vacío de autoridad causado por las luchas intestinas del poder condal, que gobernaba los distintos territorios en nombre del rey, y no representaba una amenaza únicamente para los campesinos, sino también para los condes y para la Iglesia, de modo que lo que hacía la Asamblea era defender unos intereses comunes dentro de los límites que se podía permitir el poder eclesiástico. No condenaba la violencia en todo momento y todo lugar, sino que proclamaba una tregua semanal de sábado a lunes y castigaba con pena de excomunión el incumplimiento de esa norma. De estos hechos, Pau Casals concluye las revelaciones que hace en Naciones Unidas. “Todas las autoridades de Cataluña —dice con viva emoción— se reunieron para hablar de paz. ¡En el siglo XI!”. El eco continuado de este discurso ha contribuido como pocas cosas a incubar el mito de los catalanes como pueblo pacifista, de carácter progresista y dialogante, distinguido entre los demás pueblos del mundo por haber sido pionero en los derechos civiles y el parlamentarismo. Si la fantasía de Pau Casals, sugerida por historiadores patrióticos, convierte una asamblea de tregua en un Parlamento medieval, la fantasía popular, que engrandece todo cuanto se le ofrece, ya ve en ese Parlamento el origen de la democracia, siglos antes del Bill of Rights inglés (1689), de la Constitución de Estados Unidos (1787) y de la Revolución francesa (1789). Poco a poco hemos ido llegando hasta donde estamos.

(Publicado en Quadern de El País, 17-10-2021)

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Miseria

Con motivo de la reciente aparición, en castellano, de un volumen de memorias de Valentí Puig, Dioses de época, se pudo advertir, en las redes sociales y en algún periódico digital de mala fama, un conato de campaña contra el escritor mallorquín, activado en dos frentes de batalla complementarios. Unos le reprochan con amargura que en este nuevo libro haya optado por el castellano habiendo escrito en catalán sus anteriores textos autobiográficos; otros lo llenan de improperios por sus posiciones proatlantistas y su pensamiento liberal conservador. Hay quien califica su opción lingüística de “pataleta”; quien le acusa de no tener “ningún respeto por sus lectores catalanes”; quien le trata de corrupto y de no tener idea de lo que dice cuando habla de la relación de Pla con Tarradellas —el único presidente sensato que ha tenido la Generalitat, y por eso mismo objeto de un odio recomido por parte de los nacionalistas catalanes—. Tampoco se le perdona que considere a Joan Fuster un escritor sobrevalorado, que no hable mal de José María Aznar o que señale al islam como el enemigo de Occidente.

            Por su escasa trascendencia, esa feria de rabias no merecería comentario alguno de no ser porque pone de manifiesto una corriente de opinión políticamente hegemónica en la sociedad catalana y que, presentándose a sí misma como la esencia de la democracia, no es otra cosa que un afán de sustituir el sistema de libertades que consagra el Estado de derecho por la adhesión obligada a los prejuicios de la tribu. El fenómeno ya lo observaba Ortega y Gasset hace más de cien años: “Toda interpretación soi-disant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo”. Son ciertamente pocos los que se han puesto a abrir fuego contra el escritor, con toda probabilidad porque el grueso de los batallones está integrado por personas que ni saben quién es Valentí Puig ni están interesadas en la literatura de pensamiento, pero la idea antiliberal según la cual un escritor no puede elegir libremente la lengua en la que se expresa está claramente incrustada en las conciencias de los que se engordan con la miseria moral. Tan incrustada como la de considerar —otra idea antiliberal— que un autor no puede tener una visión diferente de la izquierdista sobre las cosas que pasan en este mundo. Lo que no puede percibirse cuando se ha decidido hacer de la miseria un ideal de vida es el valor excepcional, en castellano y en catalán, de una obra como la de Valentí Puig, que con Dioses de época vuelve a brillar, como en muchos otros libros, por la inteligencia, la virtud estilística y la sustanciosa experiencia de vida que ofrecen sus páginas.

(Publicado en Quadern de El País, 19-09-2021)

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Una modesta proposición

Una vez aprobado por el gobierno español el anteproyecto de ley que ha de permitir que cualquier persona, en pleno uso de sus facultades o en pleno desuso de estas, pueda renegar del sexo que le fue asignado en el nacimiento, sin otro requisito que la percepción subjetiva de la propia condición, tal vez la respuesta más sensata, cuando la ley entre en vigor, sea que todos los hombres se declaren mujeres y todas las mujeres se declaren hombres. De este modo se mantendría un cierto equilibrio de las cosas, y quedarían a salvo conquistas esenciales de la posmodernidad, como la paridad de género o los programas para corregir la escasez de vocaciones femeninas en las carreras técnicas, que pasaría a ser un problema de vocaciones masculinas. El trámite es sencillo. Ni siquiera hará falta cambiar de aspecto: un señor perfectamente varonil, dotado de barba y bigote y de una hermosa curva de la felicidad, podrá solicitar su inscripción como mujer en el registro civil, y después de los tres meses de espera que exige la ley, ya será una señora a todos los efectos. Igualmente, sin renunciar a sus características femeninas, las señoras podrán declararse hombres y ocupar los puestos directivos que, en cumplimiento de las cuotas de género, no estén destinados a las neomujeres. Invirtamos, pues, la división de sexos y así aceleraremos la aplicación del programa de máximos. No en vano, en algunas escuelas norteamericanas, ya se pide a los niños que se imaginen en un sexo distinto al que creen poseer, aquel que la ideología heteropatriarcal les impuso con la sola base de haber vislumbrado en una ecografía los engañosos atributos genitales del feto.

        El término gender se empieza a adoptar en inglés en los años cincuenta del pasado siglo para diferenciar la expresión de la identidad sexual del sexo biológico. El feminismo lo hizo suyo en poco tiempo, y a buenas horas lo lamenta: nadie planta batalla para compartir espacio con el enemigo, y estaba escrito que el género había de aniquilar el sexo biológico reduciéndolo a la opinión de un obstetra. Se me dirá que frivolizo, y no sin razón, en un asunto que ha causado mucho sufrimiento a muchas personas: ciertamente, en los países donde ya se aplican leyes parecidas cada vez son más los arrepentidos de haberse administrado, por presión social, bloqueadores de la pubertad o altas dosis de hormonas cruzadas, con graves consecuencias para su salud, y de haberse sometido en algunos casos a cirugías irreparables. No son pocos, por otro lado, los terapeutas que han perdido su licencia profesional por aconsejar tratamientos disuasorios. Es el precio del progreso. En un futuro próximo, todo eso va a dar trabajo a los abogados.

(Publicado en Quadern de El País, 11-07-2021)

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Jorobas postizas

Las ideas públicas y las convenciones sentimentales que llamaban la atención sarcástica de Santiago Rusiñol, en un tiempo en el que la neurosis positivista y el delirio posromántico plantaban las raíces del nuestro, se han multiplicado, se han extendido, se han enredado y se han espesado hasta hacer cada vez más difícil que por ellas se filtre la luz del día. La razón la ofrece él mismo en Máximas y malos pensamientos: «El absolutismo es la tontería concentrada. Y el liberalismo, la tontería diseminada». Que el liberalismo nos procure la única manera tolerable de pasar por esta vida, no niega la sentencia de Rusiñol, la cual no hace sino indicar el precio que pagamos generosamente por la convivencia en libertad. Ahora bien, la tontería diseminada puede amenazar de extinción al liberalismo que la disemina en el momento en que se concentre y pase a ser absoluta. Ese ha sido, desde los orígenes, el punto débil de la democracia, siempre expuesta al afán devorador de la opinión pública, y, en la sociedad de la comunicación, esa debilidad va disolviendo poco a poco los fundamentos de un edificio que la filosofía y el derecho parecían haber hecho lo bastante sólidos como para resistir el desgaste. De todo lo que contribuye a la erosión, no hay materiales más corrosivos que los que se fabrican con la identidad y la igualdad. Sobre la igualdad, entendida como igualación, Rusiñol ha resultado profético: «El día que hubiese igualdad, nos pondríamos jorobas postizas».

            A pesar de las cosas que dice de las mujeres —no mucho peores que las que dice de los hombres—, Don Santiago no era exactamente misógino ni tal vez tampoco misántropo; más bien se sentía fascinado, a la manera flaubertiana, por el espectáculo ordinario de la copia y la repetición. Los vegetarianos, las feministas, los sabios domésticos, los bebedores y los abstemios, la presunción, tanto como la humildad («La variedad de las pretensiones no tiene fin. Incluso hay quien tiene la pretensión de no tener ninguna») eran para él fenómenos del máximo interés. Y nada le dejaba tan impresionado como las manías y las aspiraciones de los burgueses y los menestrales catalanes. En la comedia Los juegos florales de Canprosa, estrenada en 1903, muestra las rancias esencias de un fervor nacional que en nuestros días ha alcanzado el paroxismo. Se le acusó de antipatriota y se le dirigieron todas las rabias de la tribu, exactamente igual como les pasó a Els Joglars, ochenta años más tarde, con el estreno de Operación Ubú. Es de agradecer, ahora que el más obsceno de los catalanismos posibles quiere igualar a todo el mundo por la joroba, que Els Joglars hayan vuelto a Barcelona habiéndose encomendado a Rusiñol con la sabia invocación de Ramon Fontserè, que es en estos momentos el hombre que más se le parece.

(Publicado en Quadern de El País, 13-06-2021)

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Los problemas relacionados con las mujeres

En el barómetro del CIS del mes de marzo de este año, en el apartado en que se pregunta cuáles son los problemas que más preocupan a los ciudadanos, lo que se formula como “problemas relacionados con las mujeres” ocupa el último lugar, el 54, con un resultado del 0,0 por ciento. La “violencia de género” llega a un porcentaje un poco más alto y se sitúa en el puesto número 42. El contraste de estos datos con el estado de opinión mediático que poco a poco ha ido forjando la ideología de género no puede ser más chocante. Puede alegarse que, en tiempos de pandemia, la salud y la economía concentran forzosamente las inquietudes de las personas. Sí, pero en el barómetro de marzo de 2018, justo dos años antes del estado de alarma, los “problemas relacionados con las mujeres”, solo preocupaban a un 1 por ciento de los encuestados y la violencia de género, un 2,1. Si la sociedad fuera realmente una selva para las mujeres y la violencia machista fuese estructural, como pretende el neofeminismo, el fenómeno debería ocupar por fuerza el primer lugar en el ranking del barómetro. Ya lo observó en 2019 Javier de la Puerta en Refutación del feminismo radical, un libro que desmiente con rigor la mayor parte de las afirmaciones que oficialmente se dan por buenas: lo que no preocupa prácticamente a nadie es, hasta la náusea, el principal motivo de preocupación del discurso político, la producción cultural y la actividad académica. En esta última, la fiebre llega ahora a su punto álgido.

    Desde hace un tiempo, las universidades europeas empezaron a adoptar, a imitación de las americanas, lo que, con ligeras variantes, suelen llamar “protocolo contra el acoso sexual, por razón de sexo, orientación sexual, identidad de género o expresión de género”. Leyendo las disposiciones de esos documentos normativos con los que ahora también se están equipando las universidades españolas, cualquiera diría que nuestras facultades están infestadas de abusadores y violadores en potencia, pero solo un tanto por ciento reducidísimo de ciudadanos parece tener noticia de ello. En Estados Unidos y Canadá, la sofisticación progresiva de los protocolos, que los burócratas académicos aplican con celo de policía política, ha costado el puesto de trabajo a más de un profesor por ofensas de género tales como referirse a un alumno con pronombres que no se corresponden con su identidad sexual, una de las sesenta que se reconocen.Ya no se trata solo de los “problemas relacionados con las mujeres”: los géneros son cada vez más y más competitivos y los protocolos los carga el diablo.

(Publicado en Quadern de El País, 13-05-2021)

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La tara de nuestro tiempo

En los años setenta, cuando yo iba a la universidad, era frecuente que algunos estudiantes argumentaran a favor del asesinato político con ese automatismo moral tan conforme a la psicología de los jóvenes revolucionarios. Después, durante los años en que ETA no paraba de asesinar, no faltó quien se preguntaba, cuando la víctima no era policía ni militante del PP, cómo era posible que hubiesen matado precisamente a aquella persona; ni tampoco quien se mantenía en la feliz bobería de los equidistantes («ETA-Aznar, dialogad», rezaban las pancartas de los manifestantes), actitud que necesariamente admite la posibilidad, y, por ende, la legitimidad, del asesinato político.

        Ahora, la reciente aparición en castellano de los artículos que Albert Camus publicó en Combat (La noche de la verdad, Debate), con un prólogo muy certero de Manuel Arias Maldonado y en impecable traducción de María Teresa Gallego Urrutia, me trae a la memoria esos malos recuerdos. Cuando el enemigo de todos era la Alemania nazi, Camus tuvo, él también, una cierta posición equidistante entre las injusticias del capitalismo y las monstruosidades del comunismo, pero con el tiempo se fue dando cuenta de qué era esencial en la lucha por la dignidad humana y, en el conjunto de artículos que reunió en 1946 con el epígrafe «Ni víctimas ni verdugos», ya se encuentra en una posición de defensa de una democracia socioliberal de alcance internacional y de condena sin paliativos del asesinato político y sus pulcros justificadores intelectuales. Estos ―dice Camus― son incapaces de imaginar la muerte de los otros y califica de «tara de nuestro tiempo» ―un tiempo en que «se ama por teléfono»― ese alejamiento, material y moral, de la realidad. Hoy, que se odia, más que se ama, por el teclado de un teléfono móvil conectado a todas las redes sociales, la incomprensión de los hechos concretos es aún más profunda y servil, y con ella vuelve a banalizarse el crimen. Así, Pablo Iglesias ha podido hacer tuits de homenaje al Che Guevara; el Partido Comunista ―integrado en la coalición Unidas Podemos― puede reivindicar la figura de Stalin; los herederos de ETA se pueden considerar hombres de paz, y un presentador de la televisión pública catalana puede decir tranquilamente por los micrófonos de Catalunya Ràdio que se necesitan catalanes dispuestos a morir. Se le entiende: el que está dispuesto a morir por una causa, todavía está más dispuesto a matar por una causa. No voy a pedir que toda esa gente se ponga a leer a Camus ―no hay peor sordo que el que no quiere oír―, pero sí que los pocos capaces de entender qué significan las revoluciones y las ideologías totalitarias no olviden nunca su firmeza moral.

(Publicado en Quadern de El País, 08-03-2021)

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