No sé si en general se es muy consciente de los efectos que ha causado en Estados Unidos la implantación del movimiento Me Too. Al principio, las feministas racionales, las llamadas amazónicas porque defienden que las mujeres conquisten con su propio esfuerzo y sin victimismos el lugar que les corresponde en la sociedad, acogieron con buenos ojos el movimiento porque su propósito era que las víctimas de abusos sexuales tuviesen el coraje necesario para denunciarlo ante un juez, pero el invento se ha convertido en poco tiempo en una máquina de delación y escarnio público ajena a toda garantía jurídica. Camille Paglia, Christina Hoff Sommers o Bérénice Levet, algunas de las mejores pensadoras del feminismo racional, insisten en la perversidad de un movimiento que condena a la ignominia, sin otra garantía que la palabra de unos testigos, a hombres contra quienes no hay, en muchos casos, pruebas inculpatorias que un juez pueda tomar en consideración. El placer de juzgar ―uno de los impulsos más definidores de la masa humana, como explicó Elias Canetti― encuentra en el Me Too un canal de expansión. El actor Matt Damon, por referirme a un caso conocido, dijo en 2018 en un programa de televisión que el Me Too le parecía justo y necesario pero que había que actuar en proporción a los crímenes y delitos cometidos y que no era lo mismo darle una palmada en el trasero a una mujer que violarla o abusar de un menor. Automáticamente, Damon se vio convertido en carnaza para las redes sociales y en poco tiempo se recogieron cerca de 30.000 firmas para exigir que le echaran de la película que estaba rodando. Damon es un famoso, y esa condición alimenta las bajas pasiones del pueblo, pero son muchos los hombres que han perdido su trabajo por falsas acusaciones o delitos menores.
Ahora que el desbordamiento de aguas llega a nuestras latitudes, es muy recomendable leer, por prevención, sobre los estragos que ya lleva años causando en Estados Unidos. Aludo, como el lector puede suponer, a la lapidación mediática del dramaturgo Joan Ollé. Es posible que, cuando este artículo le llegue, el caso se haya complicado más y que mis impresiones acaben pecando por exceso o por defecto. De momento, lo que he visto es una multitud, que el actor Joel Joan quiso liderar en su condición de celebrity, dispuesta a arrancarle la piel a tiras. Hace un año, otro actor, Joan Lluís Bozzo, ya pidió públicamente que lo expulsaran del Teatre Nacional por sus artículos contra los procesistas. No puedo decir que una cosa tenga vinculación con la otra, pero lo que sí puedo decir es que, en el caso que nos ocupa, no hay más que pasearse un rato por Twitter para ver que la carnaza atrae, en una inmensa mayoría, a los peces amarillos.
(Publicado en Quadern de El País, 04-03-2021)