Jorobas postizas

Las ideas públicas y las convenciones sentimentales que llamaban la atención sarcástica de Santiago Rusiñol, en un tiempo en el que la neurosis positivista y el delirio posromántico plantaban las raíces del nuestro, se han multiplicado, se han extendido, se han enredado y se han espesado hasta hacer cada vez más difícil que por ellas se filtre la luz del día. La razón la ofrece él mismo en Máximas y malos pensamientos: «El absolutismo es la tontería concentrada. Y el liberalismo, la tontería diseminada». Que el liberalismo nos procure la única manera tolerable de pasar por esta vida, no niega la sentencia de Rusiñol, la cual no hace sino indicar el precio que pagamos generosamente por la convivencia en libertad. Ahora bien, la tontería diseminada puede amenazar de extinción al liberalismo que la disemina en el momento en que se concentre y pase a ser absoluta. Ese ha sido, desde los orígenes, el punto débil de la democracia, siempre expuesta al afán devorador de la opinión pública, y, en la sociedad de la comunicación, esa debilidad va disolviendo poco a poco los fundamentos de un edificio que la filosofía y el derecho parecían haber hecho lo bastante sólidos como para resistir el desgaste. De todo lo que contribuye a la erosión, no hay materiales más corrosivos que los que se fabrican con la identidad y la igualdad. Sobre la igualdad, entendida como igualación, Rusiñol ha resultado profético: «El día que hubiese igualdad, nos pondríamos jorobas postizas».

            A pesar de las cosas que dice de las mujeres —no mucho peores que las que dice de los hombres—, Don Santiago no era exactamente misógino ni tal vez tampoco misántropo; más bien se sentía fascinado, a la manera flaubertiana, por el espectáculo ordinario de la copia y la repetición. Los vegetarianos, las feministas, los sabios domésticos, los bebedores y los abstemios, la presunción, tanto como la humildad («La variedad de las pretensiones no tiene fin. Incluso hay quien tiene la pretensión de no tener ninguna») eran para él fenómenos del máximo interés. Y nada le dejaba tan impresionado como las manías y las aspiraciones de los burgueses y los menestrales catalanes. En la comedia Los juegos florales de Canprosa, estrenada en 1903, muestra las rancias esencias de un fervor nacional que en nuestros días ha alcanzado el paroxismo. Se le acusó de antipatriota y se le dirigieron todas las rabias de la tribu, exactamente igual como les pasó a Els Joglars, ochenta años más tarde, con el estreno de Operación Ubú. Es de agradecer, ahora que el más obsceno de los catalanismos posibles quiere igualar a todo el mundo por la joroba, que Els Joglars hayan vuelto a Barcelona habiéndose encomendado a Rusiñol con la sabia invocación de Ramon Fontserè, que es en estos momentos el hombre que más se le parece.

(Publicado en Quadern de El País, 13-06-2021)

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