En el barómetro del CIS del mes de marzo de este año, en el apartado en que se pregunta cuáles son los problemas que más preocupan a los ciudadanos, lo que se formula como “problemas relacionados con las mujeres” ocupa el último lugar, el 54, con un resultado del 0,0 por ciento. La “violencia de género” llega a un porcentaje un poco más alto y se sitúa en el puesto número 42. El contraste de estos datos con el estado de opinión mediático que poco a poco ha ido forjando la ideología de género no puede ser más chocante. Puede alegarse que, en tiempos de pandemia, la salud y la economía concentran forzosamente las inquietudes de las personas. Sí, pero en el barómetro de marzo de 2018, justo dos años antes del estado de alarma, los “problemas relacionados con las mujeres”, solo preocupaban a un 1 por ciento de los encuestados y la violencia de género, un 2,1. Si la sociedad fuera realmente una selva para las mujeres y la violencia machista fuese estructural, como pretende el neofeminismo, el fenómeno debería ocupar por fuerza el primer lugar en el ranking del barómetro. Ya lo observó en 2019 Javier de la Puerta en Refutación del feminismo radical, un libro que desmiente con rigor la mayor parte de las afirmaciones que oficialmente se dan por buenas: lo que no preocupa prácticamente a nadie es, hasta la náusea, el principal motivo de preocupación del discurso político, la producción cultural y la actividad académica. En esta última, la fiebre llega ahora a su punto álgido.
Desde hace un tiempo, las universidades europeas empezaron a adoptar, a imitación de las americanas, lo que, con ligeras variantes, suelen llamar “protocolo contra el acoso sexual, por razón de sexo, orientación sexual, identidad de género o expresión de género”. Leyendo las disposiciones de esos documentos normativos con los que ahora también se están equipando las universidades españolas, cualquiera diría que nuestras facultades están infestadas de abusadores y violadores en potencia, pero solo un tanto por ciento reducidísimo de ciudadanos parece tener noticia de ello. En Estados Unidos y Canadá, la sofisticación progresiva de los protocolos, que los burócratas académicos aplican con celo de policía política, ha costado el puesto de trabajo a más de un profesor por ofensas de género tales como referirse a un alumno con pronombres que no se corresponden con su identidad sexual, una de las sesenta que se reconocen.Ya no se trata solo de los “problemas relacionados con las mujeres”: los géneros son cada vez más y más competitivos y los protocolos los carga el diablo.
(Publicado en Quadern de El País, 13-05-2021)