Carnaza

No sé si en general se es muy consciente de los efectos que ha causado en Estados Unidos la implantación del movimiento Me Too. Al principio, las feministas racionales, las llamadas amazónicas porque defienden que las mujeres conquisten con su propio esfuerzo y sin victimismos el lugar que les corresponde en la sociedad, acogieron con buenos ojos el movimiento porque su propósito era que las víctimas de abusos sexuales tuviesen el coraje necesario para denunciarlo ante un juez, pero el invento se ha convertido en poco tiempo en una máquina de delación y escarnio público ajena  a toda garantía jurídica. Camille Paglia, Christina Hoff Sommers o Bérénice Levet, algunas de las mejores pensadoras del feminismo racional, insisten en la perversidad de un movimiento que condena a la ignominia, sin otra garantía que la palabra de unos testigos, a hombres contra quienes no hay, en muchos casos, pruebas inculpatorias que un juez pueda tomar en consideración. El placer de juzgar ―uno de los impulsos más definidores de la masa humana, como explicó Elias Canetti― encuentra en el Me Too un canal de expansión. El actor Matt Damon, por referirme a un caso conocido, dijo en 2018 en un programa de televisión que el Me Too le parecía justo y necesario pero que había que actuar en proporción a los crímenes y delitos cometidos y que no era lo mismo darle una palmada en el trasero a una mujer que violarla o abusar de un menor. Automáticamente, Damon se vio convertido en carnaza para las redes sociales y en poco tiempo se recogieron cerca de 30.000 firmas para exigir que le echaran de la película que estaba rodando. Damon es un famoso, y esa condición alimenta las bajas pasiones del pueblo, pero son muchos los hombres que han perdido su trabajo por falsas acusaciones o delitos menores.

      Ahora que el desbordamiento de aguas llega a nuestras latitudes, es muy recomendable leer, por prevención, sobre los estragos que ya lleva años causando en Estados Unidos. Aludo, como el lector puede suponer, a la lapidación mediática del dramaturgo Joan Ollé. Es posible que, cuando este artículo le llegue, el caso se haya complicado más y que mis impresiones acaben pecando por exceso o por defecto. De momento, lo que he visto es una multitud, que el actor Joel Joan quiso liderar en su condición de celebrity, dispuesta a arrancarle la piel a tiras. Hace un año, otro actor, Joan Lluís Bozzo, ya pidió públicamente que lo expulsaran del Teatre Nacional por sus artículos contra los procesistas. No puedo decir que una cosa tenga vinculación con la otra, pero lo que sí puedo decir es que, en el caso que nos ocupa, no hay más que pasearse un rato por Twitter para ver que la carnaza atrae, en una inmensa mayoría, a los peces amarillos.

(Publicado en Quadern de El País, 04-03-2021)

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Un compendio

Dentro de un tiempo que preveo largo, si algún día el mundo empieza a recuperar el juicio, ciertos discursos parlamentarios actuales podrán leerse ―suponiendo que sean inteligibles― como se leen las marcas que dejan las crecidas de los ríos: hasta aquí llegaron las aguas. Hará cosa de dos semanas, por ejemplo, la consejera de Salud de la Generalitat de Cataluña, Alba Vergés, empezó su intervención, en respuesta al diputado de Ciudadanos Jorge Soler, advirtiendo de que ya se le habían hinchado los ovarios. No diré que el hecho no haya sido objeto de comentario en las columnas de opinión, pero esa advertencia de Alba Vergés dio pie a un discurso de apenas dos minutos que merece la pena apreciar en su conjunto como compendio de las ideas públicas de nuestro tiempo.

            El motivo del estado lamentable en el que decía encontrarse la consejera en el inicio de su turno de respuesta era la arrogancia científica del diputado al que se dirigía en aquel momento, pero no se trataba de un fenómeno espontáneo, sino de un mal que se fue incubando durante años. La consejera recordaba perfectamente, según explicó a continuación, que ese malestar suyo le empezó el mismo día en que conoció al diputado en un debate electoral de la campaña de 2017. En aquella ocasión ya le quedó claro que el señor Soler, por el hecho de ser médico, de tener estudios, se creía mejor que las otras personas. «¡El típico clasismo!» ―exclamó la consejera―. «¡Y me atrevo a decir rancio!», añadió. El desprecio por el conocimiento no es un prejuicio reciente ―Tocqueville, hace más de ciento ochenta años, ya lo consideró inherente a las sociedades democráticas―, pero la democracia participativa lo ha convertido en la fuente de todas las manías políticas del siglo. Al conocimiento, solo puede oponérsele el sentimiento, y así, la consejera replica a la arrogancia científica del diputado que el sistema público de salud «también puede defenderse desde una visión ciudadana sin ser directamente profesional sanitario, pero queriendo muchísimo a los profesionales sanitarios». Después de eso, sin solución de continuidad y a modo de conclusión, la señora Vergés ordena al diputado que se feminice con el objetivo de aprender a trabajar en equipo: «Por lo tanto, feminícese un poco, feminícese un poco, un poquito nada más… porque, ¿usted sabe qué son los equipos?». En el compendio de la consejera no falta ninguno de los valores y las sensibilidades de la cultura contemporánea: el gusto por la grosería, el juicio de intenciones, el desprecio por el saber, los sentimientos como medida de todas las cosas y el feminismo patológico. Y el trabajo en equipo.

(Publicado en Quadern de El País, 04-02-2021)

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Superioridades

En una conferencia titulada «Pensamiento y poesía» (incluida en Arte poética), Jorge Luis Borges cita una frase de Walter Pater según la cual todas las artes aspiran a la condición de la música. Glosando las palabras de Pater, Borges observa que, en la música, no hay ninguna posibilidad de separar la forma del contenido, y que esa es sin duda una aspiración de la poesía. En la poética moderna, todas las artes persiguen la unidad que el lenguaje musical posee por naturaleza: Mallarmé no quiere dar a sus poemas más sentido que el que se obtiene de la música; Kandinsky explica los fundamentos de la pintura abstracta valiéndose de la música, y los mismos compositores no tardarán en huir de la mímesis emocional del Romanticismo, depurando con la atonalidad la tendencia de la música a no decir nada que no se refiera a la propia composición. El efecto que causa una suite de Bach, una sinfonía de Brahms o una pieza de Schönberg no es muy distinto del que causan el ritmo de unas frases, la extrañeza de una metáfora o la contemplación de un cuadro. En un poema o una pintura hay además otras cosas relacionadas con la experiencia concreta del mundo, pero es el impacto estético lo que revela esas cosas, a veces banalidades sin otro sentido que la forma en que son reveladas. George Steiner también dice en Errata, por las mismas razones, que la música es el arte supremo, pero no todo el mundo es de la misma opinión.

        Oscar Tusquets, que mantuvo durante años una estrecha relación con Salvador Dalí, declara en una entrevista reciente de Miranda Solana, publicada en la revista digital La Puñalada, que el pintor consideraba la música como la más baja de las artes porque se percibe con las vísceras y, cuando lo decía ―añade Tusquets―, se tocaba la barriga. Dalí siempre tuvo esa idea. En Confesiones inconfesables, cuenta que una vez, en la escuela, se fijó en un niño de aspecto enfermizo que llevaba un violín y, aprovechando el momento en el que el niño se agacha para atarse los cordones de los zapatos y se ve obligado a dejar el violín en el suelo, le administra un puntapié en el culo y, de un talonazo, aplasta el instrumento. No puedo entretenerme en los detalles de ese relato fantástico, pero el caso es que el acto del pequeño Salvador provocó un contrataque furioso del agredido, y cuando un profesor que pasaba por allí se acerca alarmado a preguntar qué ocurre, Dalí se justifica diciendo que le había chafado el violín para demostrar la superioridad de la pintura sobre la música. Si en lugar de ese niño de salud delicada sus antagonistas hubiesen sido Pater, Borges y Steiner, tal vez habría claudicado. Tres contra uno ya podrán, hubiese dicho.

(Publicado en Quadern de El País, 07-01-2021)

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Hermenéutica

A propósito del proyecto de ley del gobierno español designado, para salir del paso, como «procedimiento de actuación sobre la desinformación», Gabriel Rufián hizo saber no hace mucho en Twitter su punto de vista sobre la verdad. «Entre la verdad y la mentira ―escribió― solo un fascista elige a sabiendas la mentira. Y silenciar y señalar esto no es censura, es autodefensa». Hay, en esa frase del portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, tres cosas dignas de consideración. La primera, que la mentira es exclusivamente propia del fascismo. La segunda, que el proyecto de ley ―por lo menos, tal como él lo explica― se propone silenciar y señalar con el dedo a todos aquellos que falten a la verdad, es decir, a los previamente señalados como fascistas. No descubro nada si digo que el adjetivo fascista es de aplicación, hoy en día, a cualquier persona que no acaba de ver claras las ideas de bombero de los nacionalismos periféricos y la extrema izquierda. Siendo esa la premisa, la impresión general que debemos extraer de ese «procedimiento de actuación» que se nos anuncia es que, en cumplimiento de la ley, se procurará identificar y retirar de circulación a todo aquel que, a causa de su fascismo congénito, se halle predispuesto a la mentira. Decir, por ejemplo, que el sexo tiene un fundamento biológico o que ERC es un partido xenófobo podrían ser mentiras constitutivas de delito. Es la oficialización de la Cancel Culture, que, en el programa americanizador de ese gobierno de progreso, no podía faltar como herramienta fundamental de empoderamiento.

      Quedaba pendiente una tercera consideración, y es que las dos anteriores solo pueden deducirse de una interpretación subjetiva de las palabras de Rufián, pues lo que declara objetivamente el apotegma del diputado es que aquello que hay que silenciar ―verbo transitivo― es esto, o sea la frase que acaba de decir él mismo. Ahora bien, a pesar de la sintaxis, las palabras de Rufián dejan adivinar un concepto de verdad ampliamente extendido entre la población contemporánea. Si, de verdad, todo el mundo tiene la suya, como proclama desde hace generaciones el relativismo triunfante, los debates de ideas solo pueden decidirse por imposición, y es esa la razón por la cual no hay nada tan dogmático como un relativista. Sin una información objetiva y un reconocimiento de los hechos ―decía Hannah Arendt― la libertad de opinión no es sino una farsa. No deja de impresionar que, no siendo necesario graduarse en filosofía para llegar a tal conclusión, haya, en nuestra sociedad, tan poca gente preparada para llegar a ella, y que sean precisamente los relativistas los que se erijan en defensores de la verdad.

(Publicado en Quadern de El País, 26-11-2020)

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El fin del buen gusto

Las reformas que se han ido aplicando estos últimos años en la enseñanza universitaria tienden a repudiar el ideal ilustrado de formar con la educación ciudadanos libres y responsables. La prioridad de nuestros días es poner la universidad al servicio de la empresa, objetivo que, si bien puede tener un sentido relativo en algunas carreras, no puede verse en general más que como el último asalto al conocimiento puro. La pedagogía de la utilidad, cortando por el mismo patrón todas las disciplinas, pone en primer plano el cumplimiento de ciertas actividades prácticas, entendidas estas según una concepción que no encuentra nada que pueda considerarse práctico en la lectura profunda de obras de pensamiento, la discusión fundamentada de ideas, la compleja elaboración del criterio con el perfeccionamiento del estilo o la maduración del sentido estético. A la obsesión por la práctica, se le añade el desprestigio de la clase magistral. Al estudiante se le reconoce ahora como un sujeto activo, con un derecho a hacerse oír tan legítimo como el del profesor. El fenómeno mana de la misma fuente que inunda con las voces del pueblo la política y los medios de comunicación: en cuanto se decide que todas las opiniones son igualmente respetables, no puede haber ya debate libre, sino una expansión constante de los prejuicios que la sociedad también quiere ver respetados en las aulas. La combinación de ese despropósito con la infantilización creciente de los alumnos ―obligación de asistir a las clases, evaluación del rendimiento con pautas imitadas de la enseñanza escolar― ha de tener forzosamente efectos letales.

            En el proyecto ilustrado, la conciencia del lenguaje como instrumento del raciocinio ocupaba el primer plano. En Sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias, una conferencia pronunciada a finales del siglo XVIII en el Real Instituto Asturiano, Jovellanos argumentó la oportunidad de incluir formación literaria y filosófica en la enseñanza de la ciencia. El centro, fundado por él mismo, se dedicaba al estudio de la minería y la náutica, de manera que su discurso se dirigía a una audiencia de científicos y técnicos. Jovellanos les explica que la función de la gramática, la poética, la dialéctica y la lógica es la de expresar rectamente las ideas: «¿Es otro su fin que la exacta enunciación de nuestros pensamientos por medio de palabras claras, colocadas en el orden y serie más convenientes al objeto y fin de nuestros discursos?». Y, en la enunciación exacta, el instrumento no se distingue del producto: el lenguaje no es solo un canal de expresión, sino la materia de la que están hechos los pensamientos. A esa laboriosa construcción, Jovellanos le llama «el buen gusto».

(Publicado en Quadern de El País, 29-10-20)

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La perspectiva como eufemismo

Cuando, con la fatuidad servil de quien esparce los humos de la nueva religión occidental, se afirma que el género es una construcción social y al mismo tiempo se habla de la invisibilización de la mujer, la transición de sexo y la anormalidad del comportamiento heterosexual ―como hizo, por ejemplo, la directora del Instituto de la Mujer―; cuando todo eso se proclama como una ciencia por todos los canales disponibles y las autoridades lo imponen como una verdad revelada, todo parece indicar que lo que nos va atrapando cada día más en su círculo cerrado es, probablemente, la revolución cultural más absurda de la que jamás hayamos tenido noticia.

     Lo que empezó hace décadas como una extravagancia de los países anglófonos y poco a poco fue estableciendo su hegemonía en las universidades norteamericanas se ha ido extendiendo sin trabas por todo el mundo occidental. Miméticamente postradas ante el delirio posmoderno, las universidades españolas ya se han puesto a desplegar su plan de choque y, en Cataluña, la Agencia para la Calidad del Sistema Universitario, que desde hace años se aplica, con sus refinamientos burocráticos, a hacer la vida imposible a los profesores, ha encontrado ahora en la introducción de la perspectiva de género un instrumento ideal para acabar con la libertad de cátedra. Porque la perspectiva es en realidad una ideología de vocación totalitaria, y todo el documento marco que ha elaborado ese organismo con la excusa de la igualdad está impregnado de la idea antigualitaria según la cual el ejercicio de las facultades intelectuales depende del sexo (del género) y de las diferentes inclinaciones sexuales de cada individuo. Como animales que somos, las personas observamos comportamientos emocionales distintos según el sexo que nos determina desde la concepción, pero si hay algo que borra las diferencias es el uso de la razón y la elevación del espíritu: en nombre de la igualdad, se quiere destruir la única experiencia humana en la que la igualdad es posible. A tal efecto, se insinúa que la bibliografía de las asignaturas debería regirse por criterios de paridad y que los profesores deberían usar el lenguaje inclusivo y buscar, en todos los documentos de trabajo, la acción oculta del demonio patriarcal. Para avalar el despropósito, no se privan de citar fuentes radicales que atacan con furia el pensamiento liberal que ha iluminado el progreso de Occidente, como si otras voces autorizadas no hubiesen puesto en evidencia las pretensiones del delirio de género. Pero la derrota del pensamiento ya parece inevitable: la sociedad ya está demasiado intoxicada y me temo que una gran mayoría de docentes se someterá a las instrucciones que reciba de la autoridad con la sumisión tenaz de los penitentes.

(Publicado en Quadern de El País, 01-10-20)

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Libritos de lomo

El Día del Libro, inventado en los años 20 del siglo pasado por el editor valenciano establecido en Barcelona Vicent Clavel, ha procurado, desde sus orígenes, el malestar de los escritores celosos de su trabajo, y los ha situado en el dilema de apreciarlo por lo que tiene de eficaz en la promoción económica del sector y rechazarlo por lo que tiene de antiliterario y folclórico. En 1934, el poeta J.V. Foix clamaba contra el Día del Libro en las páginas de La Publicitat, y Josep Maria de Sagarra se hacía eco de sus palabras en el semanario Mirador. Les molestaba, sobre todo, que las personas que no tenían ningún interés en leer se agolparan ante los puestos callejeros y las puertas de las librerías para cumplir con un deber festivo y obtener un diez por ciento de descuento con la misma satisfacción con la que compraban el rosco de Reyes.

    Esa polèmica estallaba cuando, en Cataluña, el Día del libro ya era, desde hacía cuatro años, la Diada de Sant Jordi; en el resto de España se conmemoraba que Shakespeare y Cervantes habían muerto, los dos, un 23 de abril. Antes, en 1926, el rey Alfonso XIII, atendiendo la iniciativa de Clavel, había instituido la fiesta el 7 de octubre, incierta fecha del nacimiento de Cervantes. En aquel periodo, Sagarra ya celebraba, con ironía, el espectáculo circense de la Diada. De la del 29, dijo que en la entrada de algunas librerías habían puesto como reclamo un tigre disecado o tres loros vivos, y que otros «han usado como atracción al propio autor». En un futuro ―augura― «es posible que se llegue a producir el espectáculo de los autores atados con cadenas, vestidos de saltimbanquis, o bien encerrados en una jaula sin más que un slip y unas pinzas en los dedos que servirán para arrancarse la piel los unos a los otros».

    A diferencia de Shakespeare y Cervantes, Foix y Sagarra no eran catalanes. El orgullo patriótico no puede sino ver en la Diada de Sant Jordi la encarnación del talante cívico, cultural, progresista, pacífico y democrático de un pueblo unido y maduro. Que nos regalemos libros, demuestra que somos amantes de la cultura; que nos regalemos rosas, resalta nuestro carácter pacífico y amoroso. Ahora bien, San Jorge fue un granjero de Capadocia del siglo IV d.C. que se hizo rico vendiendo cerdos al ejército romano y que, siendo más tarde nombrado obispo por el emperador Constancio, acabó linchado por las multitudes por su cruel despotismo. Lo dice Edward Gibbon y no seré yo quien le lleve la contraria. Con una producción tan excelente de longanizas y butifarras, los catalanes nos merecemos ese patrón, y para ser coherentes del todo, en lugar de regalarnos libros, deberíamos regalarnos libritos de lomo.

(Publicado en Quadern de El País, 23-07-20)

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Renuncia

En El comienzo del infinito (El Viejo Topo, 2012), interesantísimo ensayo de David Deutsch sobre la naturaleza de las cosas y la condición del hombre que descubro por recomendación de Arcadi Espada, se describen las diferencias entre la imitación animal y la humana. Los loros poseen un sistema de origen genético que les permite reproducir sonidos, palabras y frases con una exacta reproducción del tono, la forma, el timbre de voz, sin necesidad de comprender su significado. Los simios pueden imitar secuencias de gestos complejos destinados a una función concreta, como partir una nuez con una piedra. A diferencia de la imitación sonora de los loros, entienden el sentido de ese procedimiento pero no pueden introducir en él variaciones significativas porque no son capaces de deducir el propósito de una acción desconocida. El ser humano, en cambio, puede explicar el discurso de un congénere utilizando recursos verbales diferentes a los del modelo imitado, pues lo que capta es la lógica de lo que se expone, el propósito del discurso. La distinción de Deutsch no admite discusión: somos la única especie plenamente dotada de creatividad, y eso es lo que nos ha permitido dominar la naturaleza y comprender el mundo.

      Ahora bien, el ser humano puede desaprovechar el potencial infinito de su capacidad cognitiva hasta limitarla, en la práctica, a funciones no mucho más elevadas que las de una cotorra, hasta no constituir nada más que una imitación de clichés verbales, con ausencia absoluta de un pensamiento articulado, y esa renuncia, conocida y analizada desde la antigüedad clásica, es lo que explica la tendencia de los tiempos que estamos viviendo —amplificada hasta extremos colosales por la difusión inmediata que proporciona la tecnología— a sustituir el razonamiento por la repetición ad nauseam de eslóganes y consignas, sin más sustancia que la del entusiasmo o la ira. Podemos observar el fenómeno en las redes sociales y las manifestaciones multitudinarias, y lo hemos visto desplegarse con toda su potencia en los carnavales del 8 de marzo.

      Algunos autores han definido justamente la estupidez como la renuncia a las propias capacidades intelectivas, que es algo radicalmente opuesto a la debilidad mental o la deficiencia cognitiva. Un perro, un elefante o un babuino hacen todo lo que les permite su condición. La estupidez es, en definitiva, una disfunción de la inteligencia humana, y es en virtud de esa disfunción que poco a poco vamos instituyendo en nuestra sociedad lo que con tanta vehemencia se ha venido reclamando desde el 15-M y que algunos llaman alegremente democracia participativa.

(Publicado en Quadern de El País, 19-03-20)

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El programa

Ada Colau manifestó, hará cosa de un año, que estaba orgullosa de ser la primera alcaldesa bisexual de Barcelona, como si esa condición pudiera ser motivo de orgullo en una sociedad que garantiza el derecho de las personas a negociar libremente sus tendencias sexuales, y en la que las ideas que se dejan caer como una lluvia fina sobre la opinión pública más bien parecen destinadas a abolir la heterosexualidad. No hace mucho, la nueva directora del Instituto de la Mujer, Beatriz Gimeno, hizo esta declaración de intenciones: «La heterosexualidad no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino una herramienta política y social con una función muy concreta que las feministas denunciamos hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres». Mientras tanto, en las universidades se impide la palabra a las voces discrepantes —como ocurrió recientemente en la Universidad Pompeu Fabra con el profesor Pablo de Lora— y se celebran coloquios donde se puede oír que el deseo heterosexual de las mujeres es una construcción social impuesta por el sujeto deseante, que no es otro que el hombre provisto de pene y a quien, en el momento de nacer, se le asignó el sexo masculino. Siendo, pues, esa la doctrina que se imparte una y otra vez con pretensiones científicas —la piel de cordero de la ideología de género es un tortuoso pseudoacademicismo—, la salvación de las mujeres ha de llegar forzosamente por la vía de integrarlas a todas en el colectivo LGTBIQ.

      En Sexual Personae, el clásico ensayo de Camille Paglia —publicado en 1990 y reeditado este año por Deusto en una excelente versión castellana de Pilar Vázquez—, se habla del uso desvirtuado de la androginia, una de las manifestaciones de la compleja sexualidad humana, por parte de un feminismo corrompido por la ideología de género: «Las feministas la han politizado convirtiéndola en un arma contra el principio masculino. Redefinida, en la actualidad quiere decir que los hombres tienen que ser como las mujeres, y las mujeres como les dé la gana».

      Esas palabras tienen un alcance mucho más amplio de lo que podría hacer pensar la ausencia de contexto, pero si las destaco es porque atestiguan que la destrucción de la masculinidad no es un objetivo reciente. Paglia se ha pasado la vida estudiando los fundamentos biológicos y antropológicos de la diferenciación sexual. Sus reflexiones, impulsadas por un conocimiento profundo de la historia de Occidente, son demasiado complejas para que puedan llegar a la opinión pública con la facilidad con la que llegan a ella las consignas del activismo radical, pero causa verdadera extrañeza que un programa tan maníaco como el que se nos quiere imponer se eleve cada vez a mayor altura en lugar de caer por su propio peso.

(Publicado en Quadern de El País, 20-02-20)

 

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A favor del feminismo

Los movimientos feministas han mostrado a menudo una tendencia irrefrenable a intervenir en la vida privada. Las primeras sufragistas norteamericanas del siglo XIX luchaban por el derecho de las mujeres con el mismo ímpetu moral con que abogaban por la prohibición del alcohol. La pornografía y la prostitución, en coherencia con sus principios tradicionalistas —muchas de ellas provenían de las comunidades religiosas cristianas—, no eran tampoco prácticas que, como las feministas radicales de hoy, estuvieran dispuestas a tolerar. Un siglo más tarde, algunos sectores del feminismo de izquierdas empezaron a reaccionar contra la revolución sexual de los sesenta y a denunciar, con los mismos ojos de escándalo de sus precursoras tradicionalistas, la pretensión de las mujeres más valientes de aquellos años de desafiar, con la desinhibida exhibición de sus cuerpos el orden social establecido. Estas últimas eran las auténticas feministas, las que luchaban por la liberación total de la mujer —la doméstica, la profesional y la sexual—, y no por su sumisión al victimismo, el proteccionismo y el puritanismo.

     Pero hay mucho más. A partir de la década de los setenta, los llamados estudios de género fueron absorbiendo las mentes académicas para infestar después la política y constituirse por fin en la ideología dominante del siglo XXI. Abrevándose en las abstrusas elucubraciones del postestructuralismo, esa ideología propugna la inexistencia del determinismo sexual —«el género es una construcción social»— y se propone institucionalizar tal principio como fundamento supremo de la igualdad. En los tiempos demenciales que ahora se nos imponen, la ideología de género ha injertado los frutos mustios de las últimas olas de feminismo, pero el conflicto tenía que estallar tarde o temprano: si todo el mundo puede decidir su género sexual, la mujer, y por consiguiente el feminismo, pierde toda razón de ser. En Estados Unidos, las feministas conservadoras y las feministas radicales progresistas, que hasta hace poco eran enemigas irreconciliables, se han unido para evitar que prospere el proyecto de ley conocido como Equality Act, que, entre otras decisiones progresistas, quiere reconocer el sexo que cada ciudadano, por simple declaración, decida que es el suyo propio, y consagrar el derecho de los padres a hormonar y operar a sus hijos menores. En España, el Partido Feminista ha reaccionado igualmente contra el proyecto de ley, imitado del norteamericano, que Unidas Podemos quiere presentar en el Congreso. Es el momento de estar al lado del feminismo. Después, si sobrevivimos, ya nos desembarazaremos del puritanismo, la paridad y el lenguaje inclusivo. Pero no quiero pecar de optimista.

(Publicado en Quadern de El País, 23-01-20)

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