En El comienzo del infinito (El Viejo Topo, 2012), interesantísimo ensayo de David Deutsch sobre la naturaleza de las cosas y la condición del hombre que descubro por recomendación de Arcadi Espada, se describen las diferencias entre la imitación animal y la humana. Los loros poseen un sistema de origen genético que les permite reproducir sonidos, palabras y frases con una exacta reproducción del tono, la forma, el timbre de voz, sin necesidad de comprender su significado. Los simios pueden imitar secuencias de gestos complejos destinados a una función concreta, como partir una nuez con una piedra. A diferencia de la imitación sonora de los loros, entienden el sentido de ese procedimiento pero no pueden introducir en él variaciones significativas porque no son capaces de deducir el propósito de una acción desconocida. El ser humano, en cambio, puede explicar el discurso de un congénere utilizando recursos verbales diferentes a los del modelo imitado, pues lo que capta es la lógica de lo que se expone, el propósito del discurso. La distinción de Deutsch no admite discusión: somos la única especie plenamente dotada de creatividad, y eso es lo que nos ha permitido dominar la naturaleza y comprender el mundo.
Ahora bien, el ser humano puede desaprovechar el potencial infinito de su capacidad cognitiva hasta limitarla, en la práctica, a funciones no mucho más elevadas que las de una cotorra, hasta no constituir nada más que una imitación de clichés verbales, con ausencia absoluta de un pensamiento articulado, y esa renuncia, conocida y analizada desde la antigüedad clásica, es lo que explica la tendencia de los tiempos que estamos viviendo —amplificada hasta extremos colosales por la difusión inmediata que proporciona la tecnología— a sustituir el razonamiento por la repetición ad nauseam de eslóganes y consignas, sin más sustancia que la del entusiasmo o la ira. Podemos observar el fenómeno en las redes sociales y las manifestaciones multitudinarias, y lo hemos visto desplegarse con toda su potencia en los carnavales del 8 de marzo.
Algunos autores han definido justamente la estupidez como la renuncia a las propias capacidades intelectivas, que es algo radicalmente opuesto a la debilidad mental o la deficiencia cognitiva. Un perro, un elefante o un babuino hacen todo lo que les permite su condición. La estupidez es, en definitiva, una disfunción de la inteligencia humana, y es en virtud de esa disfunción que poco a poco vamos instituyendo en nuestra sociedad lo que con tanta vehemencia se ha venido reclamando desde el 15-M y que algunos llaman alegremente democracia participativa.
(Publicado en Quadern de El País, 19-03-20)