Los movimientos feministas han mostrado a menudo una tendencia irrefrenable a intervenir en la vida privada. Las primeras sufragistas norteamericanas del siglo XIX luchaban por el derecho de las mujeres con el mismo ímpetu moral con que abogaban por la prohibición del alcohol. La pornografía y la prostitución, en coherencia con sus principios tradicionalistas —muchas de ellas provenían de las comunidades religiosas cristianas—, no eran tampoco prácticas que, como las feministas radicales de hoy, estuvieran dispuestas a tolerar. Un siglo más tarde, algunos sectores del feminismo de izquierdas empezaron a reaccionar contra la revolución sexual de los sesenta y a denunciar, con los mismos ojos de escándalo de sus precursoras tradicionalistas, la pretensión de las mujeres más valientes de aquellos años de desafiar, con la desinhibida exhibición de sus cuerpos el orden social establecido. Estas últimas eran las auténticas feministas, las que luchaban por la liberación total de la mujer —la doméstica, la profesional y la sexual—, y no por su sumisión al victimismo, el proteccionismo y el puritanismo.
Pero hay mucho más. A partir de la década de los setenta, los llamados estudios de género fueron absorbiendo las mentes académicas para infestar después la política y constituirse por fin en la ideología dominante del siglo XXI. Abrevándose en las abstrusas elucubraciones del postestructuralismo, esa ideología propugna la inexistencia del determinismo sexual —«el género es una construcción social»— y se propone institucionalizar tal principio como fundamento supremo de la igualdad. En los tiempos demenciales que ahora se nos imponen, la ideología de género ha injertado los frutos mustios de las últimas olas de feminismo, pero el conflicto tenía que estallar tarde o temprano: si todo el mundo puede decidir su género sexual, la mujer, y por consiguiente el feminismo, pierde toda razón de ser. En Estados Unidos, las feministas conservadoras y las feministas radicales progresistas, que hasta hace poco eran enemigas irreconciliables, se han unido para evitar que prospere el proyecto de ley conocido como Equality Act, que, entre otras decisiones progresistas, quiere reconocer el sexo que cada ciudadano, por simple declaración, decida que es el suyo propio, y consagrar el derecho de los padres a hormonar y operar a sus hijos menores. En España, el Partido Feminista ha reaccionado igualmente contra el proyecto de ley, imitado del norteamericano, que Unidas Podemos quiere presentar en el Congreso. Es el momento de estar al lado del feminismo. Después, si sobrevivimos, ya nos desembarazaremos del puritanismo, la paridad y el lenguaje inclusivo. Pero no quiero pecar de optimista.
(Publicado en Quadern de El País, 23-01-20)
Hace bien el autor en no pecar de optimista; hay que pelear contra una industria cuyos recursos, por públicos, son infinitos. Por no hablar del sesgo, ya normativizado, de instituciones y la pérdida de neutralidad de la administración más decisiva para el ciudadano: justicia, policía, asistencia social, medicina?, en fin…poco optimismo. Por lo demás suscribo y agradezco la prosa.