La extensión demente

Como todos los jóvenes comprometidos con la revuelta del 68, el futuro filósofo Alain Finkielkraut creía que el comunismo había hecho realidad la plena emancipación del hombre, pero no tardó en descubrir que lo que reinaba en la Unión Soviética y en la Europa del Este era lo que testimoniaban, en medio del repudio voraz de la izquierda occidental, grandes disidentes como Solzhenitsyn y Kolakowski: la peor tiranía a la que puede verse sometido el ser humano.

        Finkielkraut es ahora el objeto de repudio de la amarillenta izquierda francesa. Autor de importantes ensayos sobre la renuncia progresiva de Europa a su tradición cultural y a su presente liberal, ha hecho sonar cada vez más fuerte la alarma de los antifascistas. Su amiga Elizabeth de Fontenay le aconseja en una carta (Finkielkraut-De Fontenay, Campo de minas, Alianza) que, por prudencia, evite coincidir con el discurso de la extrema derecha. Finkielkraut le responde con unas palabras de Albert Camus: «No se decide sobre la verdad de un pensamiento según ese pensamiento esté en la izquierda o en la derecha, y menos aún según lo que deciden hacer con él la derecha y la izquierda». Con su reproche disfrazado de consejo, De Fontenay toca el nervio del actual estado de cosas. Ahora, como en otros momentos confusos del pasado, la acusación de coincidencia con la ultraderecha es el anatema que impide toda posibilidad de debatir los postulados que la nueva izquierda ya ha conseguido convertir en la nueva moral.

        Defensor del Estado de Israel —no de las ocupaciones de Cisjordania—, alarmado por la creciente islamización de Europa y el poder arbitrario de la ideología de género, Finkielkraut es cada vez más un perseguido: el pasado febrero sufrió en plena calle el ataque de los chalecos amarillos, y hace pocos días, en una tertulia televisiva, se le acusó de hacer apología de la violación. Considerando que solo podía responder al absurdo con el absurdo, invitó a todos los hombres a «esa práctica exquisita» y añadió que él violaba todos los días a su mujer. En una sociedad iletrada como la presente, esa antífrasis le ha costado por el momento una denuncia de los comunistas ante el fiscal general de la República; otra del Partido Socialista ante el Conseil Supérieur de l’Audiovisuel, y una enérgica condena de la portavoz del gobierno. En una entrevista recienteFinkielkraut describe la actitud de sus atacantes como «la extensión demente de los dominios del racismo, la islamofobia, la homofobia y el sexismo». No es un asunto meramente francés: Europa debe decidir con urgencia si Finkielkraut es de extrema derecha o si la demencia se está apoderando otra vez del continente.

(Publicado en Quadern de El País, 12-12-19)

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