La rabia

Hay ciertos padres —yo tuve ocasión de conversar con uno de ellos— orgullosos de que sus hijos participen en los disturbios, extremadamente violentos, que nos regalan estos tiempos de fanatismo desbocado. Les exalta la inconsciencia moral con que toman conciencia política; la nobleza humana —solo comparable a las luchas por la igualdad racial y los derechos fundamentales—, y el conocimiento infuso de la verdad que habita en los corazones que bombean sangre nueva. Les exalta el mimetismo colérico de sus hijos. «Se fueron cargando de rabia…» —dice mi interlocutor—. Es el mismo argumento que se usa para explicarse los combates de la banlieue de París, los asaltos furiosos a los campus de las universidades norteamericanas o las salvajes revueltas de Santiago de Chile: por encima de cualquier otra consideración, per el solo hecho de salir a la calle con la perentoria necesidad de satisfacer la rabia, los asaltantes se constituyen en víctimas, y, en consecuencia, toda forma de violencia que puedan ejercer no debe ser considerada más que autodefensa.

A propósito del victimismo, leo en Memoria o caos, un nuevo ensayo de Valentí Puig, escrito a contrapelo de la vulgaridad moral de nuestros días, que esa aspiración «es un obstáculo para la consolidación de las sociedades abiertas». Lo es porque, como ideología —Valentí Puig también constata que el victimismo es la ideología del ego—, no posee otro argumento que el agravio, la supeditación de los intereses sociales a los impulsos emocionales de los individuos adscritos a las diversas sectas; y porque el agravio, por su naturaleza imaginaria, es permanentemente irreparable y solo puede generar una sociedad cada vez más enloquecida por conflictos absurdos. Los proyectos identitarios, desde los nacionalismos hasta la ideología de género, no pueden lograr una situación de reposo sin contradecir su propia naturaleza, que les condena a padecer eternamente la mortificación de la rabia.

Si al victimismo le añadimos la desconexión del pasado, que solo quiere verse, en estado mítico, como una fuente de rabia para atacar el presente; el desprecio de la tradición cultural, la falta de agradecimiento por los beneficios de vivir en una sociedad regida por la ley y el orden, convendremos en que la vulgaridad moral puede acabar destruyendo como una plaga de termitas los fundamentos que nos constituyen. Lo pronosticó Ortega en La rebelión de las masas y, noventa años más tarde, lo corrobora Valentí Puig en Memoria o caos: «La idea de un continuum de civilización europea sobrevivió a los totalitarismos pero decae ante la convulsión de las costumbres».

(Publicado en Quadern de El País, 14-11-2019)

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