Las reformas que se han ido aplicando estos últimos años en la enseñanza universitaria tienden a repudiar el ideal ilustrado de formar con la educación ciudadanos libres y responsables. La prioridad de nuestros días es poner la universidad al servicio de la empresa, objetivo que, si bien puede tener un sentido relativo en algunas carreras, no puede verse en general más que como el último asalto al conocimiento puro. La pedagogía de la utilidad, cortando por el mismo patrón todas las disciplinas, pone en primer plano el cumplimiento de ciertas actividades prácticas, entendidas estas según una concepción que no encuentra nada que pueda considerarse práctico en la lectura profunda de obras de pensamiento, la discusión fundamentada de ideas, la compleja elaboración del criterio con el perfeccionamiento del estilo o la maduración del sentido estético. A la obsesión por la práctica, se le añade el desprestigio de la clase magistral. Al estudiante se le reconoce ahora como un sujeto activo, con un derecho a hacerse oír tan legítimo como el del profesor. El fenómeno mana de la misma fuente que inunda con las voces del pueblo la política y los medios de comunicación: en cuanto se decide que todas las opiniones son igualmente respetables, no puede haber ya debate libre, sino una expansión constante de los prejuicios que la sociedad también quiere ver respetados en las aulas. La combinación de ese despropósito con la infantilización creciente de los alumnos ―obligación de asistir a las clases, evaluación del rendimiento con pautas imitadas de la enseñanza escolar― ha de tener forzosamente efectos letales.
En el proyecto ilustrado, la conciencia del lenguaje como instrumento del raciocinio ocupaba el primer plano. En Sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias, una conferencia pronunciada a finales del siglo XVIII en el Real Instituto Asturiano, Jovellanos argumentó la oportunidad de incluir formación literaria y filosófica en la enseñanza de la ciencia. El centro, fundado por él mismo, se dedicaba al estudio de la minería y la náutica, de manera que su discurso se dirigía a una audiencia de científicos y técnicos. Jovellanos les explica que la función de la gramática, la poética, la dialéctica y la lógica es la de expresar rectamente las ideas: «¿Es otro su fin que la exacta enunciación de nuestros pensamientos por medio de palabras claras, colocadas en el orden y serie más convenientes al objeto y fin de nuestros discursos?». Y, en la enunciación exacta, el instrumento no se distingue del producto: el lenguaje no es solo un canal de expresión, sino la materia de la que están hechos los pensamientos. A esa laboriosa construcción, Jovellanos le llama «el buen gusto».
(Publicado en Quadern de El País, 29-10-20)