En un artículo publicado en The Guardian el pasado 30 de julio, el escritor Philip Hoare presentaba Moby Dick como una precursora de las ideas del siglo XXI: la dignificación de los animales, la preocupación por el medio ambiente, la reivindicación del matrimonio homosexual, la defensa de la multiculturalidad, la denuncia del imperialismo. Describiendo la belleza de los cetáceos, Herman Melville se adelantó —dice Hoare— a nuestra visión de esos animales, «los cuales sabemos que son extremamente sensibles y absolutamente matriarcales, y que expresan su cultura a través de los sonidos que reverberan». Ishmael, el narrador de Moby Dick que describe la belleza de los cetáceos, es un ballenero de tropa que, a medida que avanza la novela, se va revelando más inteligente, más culto y más sensible de lo que podríamos suponer en un hombre de su condición. No puede dejar de admirar las formas y las evoluciones de esos extraordinarios mamíferos, tanto como no puede dejar de entusiasmarse con la aventura de cazarlos, despedazarlos, y extraer de ellos las preciosas sustancias que contienen. No sé si Moby Dick conecta tan bien como quisiera Hoare con las ideas del siglo XXI, pero podemos estar seguros de que el anacronismo moral —absurdo en el que Melville no habría podido incurrir jamás— es parte sustancial de las ideas del siglo XXI; y la obsesión por cultivarlo, una neurosis no muy distinta de la de quien persigue sin tregua una gran ballena blanca.
Moby Dick ocupa una posición central en la tradición literaria de Occidente; se distinguen en ella los tonos líricos y los juegos verbales de las comedias de Shakespeare, y también se encuentra el sentido faulkneriano del lenguaje simbólico, y la aún más faulkneriana manera de entender la insondable obsesión neurótica del hombre como el cumplimiento de un destino trágico. En esa tradición lo que se narra primordialmente son los misterios del carácter, una oscura caverna que a veces puede iluminarse con extrañas metáforas. La prosa de Melville, en sus momentos menos reposados, es intensamente poética, y de lo que trata su novela por encima de todo es de la locura, que es un atributo permanente del ser humano y no una de las ideas volátiles de los siglos. Ahab, el capitán del ballenero Pequod, es consciente de haberlo sacrificado todo a una idea sin sentido: la persecución por todos los mares del mundo del cachalote que, en el anterior encuentro que tuvo con él, le seccionó una pierna y le obligó a sostenerse de por vida sobre un hueso de cetáceo; puede razonar el estado enfermizo de su carácter y no dejar de entregarse a él con toda su voluntad. Kurtz, el monstruo que creó Conrad en El corazón de las tinieblas, también puede razonar su perversidad. Puede parecer una paradoja, pero la peor locura no es incompatible con el razonamiento. Con todo, para el narrador de Moby Dick, hay un misterio aún mayor que el del loco: el de los fanáticos que se ponen a seguirlo con plena devoción.
(Publicado en Quadern de El País, 19-09-19)