En los años noventa, en los tiempos en que ETA aún mataba con una cierta regularidad, tuve noticia de algunos trabajos académicos ocupados en demostrar —mediante el instrumento de detección y denuncia de marcas ideológicas conocido como Análisis del Discurso— que determinados medios de comunicación inducían, con su lenguaje («banda terrorista», «organización criminal», «asesinos»), a una visión partidista del conflicto vasco. La moraleja del caso la expone a la perfección una viñeta de Gila, publicada en la revista Hermano Lobo en 1973, en la que se ve a un hombre que apuñala salvajemente a otro hombre. Mientras, un tercero que lo observa con cara de circunstancias pide al agresor que no le dé más puñaladas a la víctima, y el agresor responde: «Pues que deje de llamarme asesino».
En Cataluña, la propensión a comprender el terrorismo, o a considerarlo por lo menos un síntoma inconveniente o lamentable de un conflicto legítimo, siempre tuvo cabida en las filas del nacionalismo y de algunos sectores de la izquierda, y no parece que haya sido nunca una actitud marginal. En un mitin del Once de Septiembre de 2002, el sacerdote Lluís Maria Xirinacs se proclamó «amigo de ETA». Dos años más tarde, la Universitat Catalana d’Estiu lo distinguió con el premio Canigó y, en el discurso de aceptación, se declaró inequívocamente partidario de la lucha armada. El hecho no causó ni el escándalo ni el repudio que semejante declaración habría suscitado en una sociedad moralmente equilibrada. Pocos años antes, en ocasión del asesinato en Barcelona del dirigente del PSC Ernest Lluch, la equidistancia se puso de largo. No recordaré aquí las circunstancias en las que Gemma Nierga hizo una llamada al diálogo —diálogo simétrico entre los asesinos y las instituciones democráticas—, pero sí el entusiasmo con el que esa llamada fue acogida por los moderados desde sus columnas de prensa y sus tertulias radiofónicas. De repente, la palabra «diálogo» se convirtió en una exigencia moral que cargaba la responsabilidad del terrorismo en la actitud intransigente de los gobernantes españoles. Vino después la amistad institucional del nacionalismo catalán con Arnaldo Otegi; la ubicua presencia en las formaciones independentistas del asesino Carles Sastre; la participación de miembros de ERC, Podemos y la CUP —los mismos que luchan ardidamente contra el franquismo— en actos de apoyo o de bienvenida a los presos etarras; o, pocas semanas atrás, la recepción con honores, en el barrio de Gracia, de Marina Bernadó, condenada por colaboración con el comando Barcelona, el de Hipercor. Todos esos exigen que dejemos de llamar asesinos a los asesinos. Dice Ernst Jünger en Sobre la línea que, en una sociedad libre, no es tan preocupante que haya criminales de oficio como que las personas que uno ve en cada esquina o detrás de una ventana vayan entrando en el automatismo moral.
(Publicado en Quadern de El País, 27-06-19)