Así como en el catalán literario el noucentisme dejó un rastro de ampulosidad que, abstraído de su originaria voluntad de elevación —de la necesidad de poseer un lenguaje dotado del ritmo y las distinciones del pensamiento—, no perduró más que en la forma de un gusto ridículo por un léxico abigarrado, hecho de calcos del francés, hipercultismos, ruralismos, y una sintaxis torturada y estéril; así, el legado político del noucentisme, sometido a la erosión de vanas obsesiones nacionales, dejó también una huella de autosatisfacción, perfectamente ignorante de los materiales nobles con los que se quiso construir el imperio del catalanismo. El novecentismo aspiraba a una sociedad distinguida y culta, y es esa aspiración, materializada en obras de una altura muy considerable, lo que hizo que la cultura catalana moderna adquiriese un sentido, pero también llenó la cabeza de las gentes de historias fantásticas sobre el pasado glorioso de la nación y el carácter de sus hijos —contrapuesto al de los castellanos— pactista, analítico, sensato. Esos mitos, que el presidente Pujol no perdió la oportunidad de poner a su servicio con las maneras propias de un viajante de comercio, han llegado enteros a nuestros días, pero con la flacidez de los objetos que han perdido su función; ahora ya no tienen una aspiración culta y regeneradora, sino todo lo contrario, y no sirven más que para la exaltación de unas masas educadas en la pura adhesión sentimental.
Los civilizados atributos de la raza catalana ya los proveyó Valentí Almirall en Lo catalanisme (1886), pero el ideal de mitificación bebe especialmente de las fuentes de Action française —la derecha tradicionalista de Barrès y de Maurras— y el socialismo revolucionario de Georges Sorel, una síntesis fundamental para la aparición del fascismo. Bajo esa influencia se formó políticamente el joven Eugeni d’Ors, y bajo esa influencia vio la luz la Mancomunitat. Lo describe muy bien Javier Varela en su formidable biografía del Pantarca (Eugenio d’Ors, 1881-1954, RBA), de donde extraigo esas palabras de Enric Prat de la Riba, referidas a los mitos y publicadas en 1913 en un artículo de La Veu de Catalunya: «Lo afirman y lo niegan todo a la vez. Comunican a las multitudes la fe que solo se halla en la posesión de ideales renovadores y constructivos; y al mismo tiempo, por su indeterminación e imprecisión, aglutinan todas las fuerzas de protesta, todas las revueltas del malestar presente, todas las opiniones más divergentes, porque son una negación que niega todo lo que cada uno quiere destruir y una afirmación que reivindica todo lo que cada uno desea haber».
Nada explica mejor la realidad de un presente flácidamente enraizado en extrañas ideas del pasado.
(Publicado en el Quadern de El País, 16-11-17)