Lo que se dice y lo que pasa (3)

Tal como Kandinsky en  De lo espiritual en el arte (cap. VI) atribuye a las formas y los colores el mismo poder de captación del alma que reconocemos al sonido musical —y con ello quiere decir que las artes plásticas no necesitan referirse a una realidad externa para afirmar su razón de ser—, también podemos atribuir a las palabras, depuradas de significación inmediata, ese mismo poder. En parte porque la lengua literaria ya aspira al sonido musical, y en parte porque el juego verbal de un poema, de una prosa que se somete al estilo, tiende a separar las palabras de su significado convencional y así las libera de la función de intermediarias que ejercen en el discurso referencial. En consecuencia, el efecto que causa el fenómeno poético en estado puro se parece más al impacto espiritual que Kandinsky encuentra en las formas y los colores —con independencia de si representan o no objetos reales— que no al que pudiera causar la recepción de un discurso ordinario.

 «¿Poesía pura? —se pregunta Jorge Guillén—. Aquella idea platónica no admitía realización en cuerpo concreto. Entre nosotros, nadie soñó con tal pureza, nadie la deseó.» De hecho no se puede negar que la pureza absoluta —estado que coincidiría con la ausencia completa de sentido— es una aspiración tan imposible como vana, y no creo que se haya perseguido nunca con todas sus consecuencias. Lo que buscaba en general el simbolismo y con mayor intensidad la poética de Mallarmé era la construcción de un edificio verbal, y aun cuando el sentido fundamental de un edificio es que se pueda habitar, es un sentido que admite muy poca variación, y eso le desplaza a una posición de segundo orden respecto al enorme interés que suscita el trabajo arquitectónico. Del mismo modo, en un poema más o menos tocado de simbolismo, su sentido fundamental —el hecho que diga algo en concreto—, además de fundamental es a menudo banal y, aunque no lo sea, no puede dejar de constituir un factor de segundo orden por cuanto nos podemos sentir completamente exaltados por la lectura de un poema del que no hayamos sacado mucho en claro.  La comparación del poema con un edificio tal vez resulte un poco abusiva, tanto por la parte de la poesía como por la de la arquitectura, pero creo que más adelante podré mostrar que es mas justa de lo que aparenta.

Algunos poemas hablan del sufrimiento amoroso, otros de los estragos que causa el paso de los años, muchos tratan del conflicto entre la realidad y el deseo, y suelen decir simplemente que las cosas siempre son más preciosas cuando las imaginamos que cuando las poseemos. Esta es una sentencia que se podría pronunciar perfectamente en el curso de una conversación ordinaria, pero lejos de resultarnos fastidiosa como el consejo de un sabio de la vida, nos encanta por su unicidad poética cuando la proclama el soneto VII de Salvatge cor:

Penso en el cor —i en l’orient
de la perla encara marina;
en el somni que l’endevina
i que l’ull massa ric desment.

(Doy la versión funcional castellana del mismo Carles Riba: «Pienso en el corazón y en el oriente/de la perla que aún está en el mar;/en el sueño que la adivina/ y que los ojos, demasiado ricos, desmienten.»)

Sin embargo, es muy posible que la sentencia, en los versos de Riba, quiera decir exactamente lo contrario. Puede que los ojos, por demasiado ricos, por demasiado capaces de retratar las cosas tal como son, desmienta los desvaríos de la imaginación; pero también puede ser que los ojos —la experiencia real— sean en efecto más ricos que el sueño —la experiencia imaginada—. Esta segunda interpretación parece estar más de acuerdo con la literalidad de la frase pero menos en cambio con lo que expresa Riba en otros sonetos de Salvatge cor; notablemente, en el primero («el cor vol més, vol en excés/ i en el do rebut es degrada»). Considerados a la luz de este primer soneto los versos del séptimo nos decantan hacia la primera interpretación. Del sentido de este poema —que no se puede adivinar aislando, como yo acabo de hacer, el primer cuarteto— ya se ocupó Juan Ferraté en «Sobre la poesia i el símbol a propòsit de Salvatge cor»  (en Papers sobre Carles Riba, Quaderns Crema, 1993) y aquí no voy a extenderme sobre él porque no sabría añadir ni quitar nada a lo que dice Ferraté en unas de las páginas de crítica literaria más vivas que recuerdo haber leído. Lo que ahora me interesa constatar es que la poesía no busca la claridad, la univocidad, la precisión del mensaje, sino la ambigüedad, la indecisión, la sombra, i que esa característica —capaz por sí sola de dotar de interés cualquier pensamiento banal— nos la vuelve a situar en la categoría de las cosas que pasan y no en la de las cosas que se dicen. No hay acto comunicativo que no busque la claridad del mensaje que transmite, y eso no es ciertamente lo que podemos esperar de un poema.

Ahora bien, así como la belleza de un edificio surge también de las soluciones que ha encontrado el arquitecto para hacer óptimo el aprovechamiento de la luz, el aislamiento del sonido o la distribución de las partes —la belleza de un patio interior, de un claustro son inseparables del silencio y de la luz—, así también la belleza de un poema aumenta en la medida en que nos hacemos conscientes de su juego verbal, de la fórmula por la que un sentido cualquiera se vuelve profundo en virtud de la deriva verbal.

La aspiración del lenguaje poético a la plena autonomía puede ser el rasgo más definitorio del simbolismo, pero lo que se propone el simbolismo con la persecución de este ideal no es el derribo de la tradición anterior sino la agudización de una tendencia permanente. En efecto, lo que siempre ha satisfecho las expectativas poéticas de los lectores no es la recepción de un mensaje evidente; es la extraña belleza de la dicción, el gusto por la imagen, la mímesis de la palabra con el movimiento:

De la brevedad engañosa de la vida

Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,

que presurosa corre, que secreta,
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada Sol repetido es un cometa.

¿Confiésalo Cartago, y tu lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías
en seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas;
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.

El sentido de este soneto de Góngora es tan poco oscuro, que ya se proclama desde su propio título, el cual no hace sino anunciar lo que enseguida quedará explícito con la lectura de los versos. Como discurso moral no parece que pueda suscitar un gran interés, porque lo que dice no es nada que el lector no pueda saber por sus propios medios y, por otro lado, constituye uno de los lugares comunes más explotados por la poesía, especialmente en el barroco. Pero el poema nos resuena dentro por el poder de su artificio, y eso rescata el sentido de su uso vulgar. La simetría invertida que conforma la sintaxis de las dos frases del primer cuarteto, con el hipérbaton del verso inicial y el ritmo que resulta, dan una presencia solemne a los símiles con que arranca el soneto; la concatenación del último terceto, fuertemente sostenida por la regularidad acentual y el paralelismo de las formas verbales limando están/royendo están, transmite a los versos finales un movimiento de inexorable constancia. No creo que a Góngora, como poeta, le interesara mucho más que el juego de la sintaxis, las imágenes y el ritmo, y este afán le acerca al simbolismo. El poema conmueve porque el sonido de las palabras tiene por si solo el poder espiritual que Kandinsky quiere para las formas y los colores. Una visión que, lejos de separar forma y contenido, proclama que el contenido no es más que forma o, si se prefiere, que la forma no es más que contenido.

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