Si la palabra «arte» ha de poseer algún sentido, todo lo que por lo general convenimos en llamar «arte» debe tener algo en común, debe compartir algún tipo de esencia mediante la cual el arte pueda ser distinguido de cualquier otro fenómeno. Persiguiendo esa distinción, el crítico Arthur C. Danto, en su libro What Art Is (2013), concluye que no puede ser sino lo que el llama «la encarnación de las ideas», un principio que entronca con la estètica de Kant y que se refiere al poder del arte de presentarse como algo sensorial, es decir, como una realidad autónoma y no como una simple representación formal de un modelo externo. Y las ideas a las que el arte dota de existencia son por supuesto ideas estéticas y no conceptos, ideas que nuestros sentidos arrancan de la experiencia, y en modo alguno nociones intelectuales traducibles a palabras convencionales.
Desde el pasado siglo, mucha gente se muestra obsesionada por encontrar un sentido preciso en cada obra de arte. No solo la gente corriente; de hecho, no es poco habitual que algunos críticos y comisarios, e incluso los propios artistas, hablen de una obra en términos de significación. Esa actitud implica una concepción del arte como un sistema de códigos, por muy libre y creativo que pueda ser, un jeroglífico particular que puede ser descifrado y reducido a un concepto, lo cual es en su mayor parte incompatible con la encarnación de ideas estéticas. En 1964, Susan Sontag, en su conocido ensayo Against Interpretation, advirtió del riesgo que supone esa forma de pensar, que ya empezaba a ser dominante en los sesenta. No hay duda de que una gran obra de arte puede tener un contenido específico, e incluso transmitir un mensaje político, y seguir siendo una gran obra de arte; pero, como Sontag muestra en su ensayo, el mérito de una obra no se encuentra en su significado. Y, proponiéndose devolver al arte lo que pertenece al arte, reivindica una erótica del arte, una crítica alejada de la hermenéutica y dirigida a revelar de qué manera una obra es lo que es.
En la pintura, la literatura, la música y el cine los artistas modernos lucharon por la autonomía de sus obras. Agustí Puig, cuya producción puede considerarse como una de las más interesantes de las últimas décadas, sin duda alguna del arte catalán pero también del panorama internacional, es un artista perfectamente arraigado en la tradición moderna y postmoderna. En sus pinturas hay un diálogo abierto con Picasso y Matisse, no menos que con Pollock y muchos otros, y como ya hizo Picasso, Puig también recreó Las Meninas y otros cuadros de Velázquez. La tradición es el suelo firme en el que se emplaza su obra, y como ocurre con todos los grandes artistas, las pinturas que alumbra nos permiten entender mejor la clase de erotismo que reclamaba Susan Sontag: la percepción erótica es algo que exigen sus cuadros. No pueden mirarse de ningún otro modo. Eróticos son los colores, el trato unificador que da a los colores y que en cada nueva serie de sus obras explora y celebra de manera distinta. Erótica es la espesura de sus pinceladas y las improntas de la tela, obtenidas con cierta técnica de grabado, que no están solo para que las veamos sino también para que las percibamos con todos los sentidos. Eróticos son los misterios, a medio camino de lo abstracto y lo figurativo, de las texturas, las formas y las actitudes humanas que podemos vislumbrar en las telas de Puig. Y eróticos son, por supuesto, los cuerpos humanos, a veces solo siluetas, a veces una pierna femenina muy visible, un torso o una cabeza con un pie, que a menudo habitan sus cuadros. Nada de eso tiene sentido, del mismo modo que no lo tiene la vida; es algo cercano a lo que en poesía llamamos metáfora: una realidad aparte.
(Texto escrito para presentar la exposición que el pintor Agustí Puig inaugurará en diciembre en la ciudad de Nueva York)