En enero pasado se cumplieron veinticinco años de la muerte de Juan Benet. Se ha hablado fugazmente de este aniversario en diarios y revistas, y este mismo mes ha aparecido un libro, Benet. La ambición y el estilo, a medio camino del ensayo, la biografía y el anecdotario, y que, para sorpresa del lector, simultanea la vida del biografiado con la del biógrafo. No me atrevería a afirmar que esa combinación satisfaga las expectativas de los interesados en Benet, pero sí que todos habrán simpatizado con el propósito del autor, Rafael García Maldonado, de señalar, por oposición a la alta ambición literaria del ingeniero y escritor madrileño, la pendiente del popularismo por donde baja inevitablemente la parte más atendida de la narrativa contemporánea. Benet no es, por suerte, el único que permitiría ese contraste, pero su obra se presta singularmente a medir la distancia que separa la ambición literaria —la audacia de fundamentar el pensamiento en la exploración estética del lenguaje— de la conformación de oficio a los gustos populares. En un libro intenso y revelador, Juan Benet. Guerra y literatura (2015), Nora Catelli explica las profundidades de esta ambición, y el lector impresionado por obras como El ángel del Señor abandona a Tobías y Herrumbrosas lanzas las puede volver a contemplar desde ángulos que tal vez no había considerado.
La producción literaria de Benet es ampliamente debatible y difícilmente alcanzable en todos sus motivos y todas sus consecuencias, pero hay un aspecto previo a cualquier consideración que él mismo quiso dejar claro: no escribía para comunicar nada; no creía que la literatura pudiera entenderse como un acto de comunicación. La única experiencia verbalmente plasmable en toda su complejidad es aquella que no posee nada que se parezca a un sentido, sino tan solo atributos y circunstancias que cada lector deberá vivir según su propia percepción de las cosas; por ello la literatura no es reducible a nada que la represente fuera de sí misma. La experiencia humana es ambigua, errática, indefinida, y es asaltada sin distinción por objetos y fantasmas de objetos. La concepción de la literatura que, a diferencia del realismo, no se propone representar el mundo sino sustituirlo, invita a la subordinación continua, a la frase capaz de desplegar todos sus miembros, de dar curso a todos los canales posibles, a la descripción modelada por la plástica de los tropos y la música del orden verbal sin otro límite que el que impone la propia arquitectura. En tales condiciones, la prosa de Benet puede dejar al lector en un estado hipnótico del que solo querrá salir ocasionalmente para volver sobre sus pasos como quien busca algo que acaba de perder. Ese estilo le viene de Proust, pero ve las cosas como Faulkner y se desploma sobre la misma inquietud de Kafka y de Beckett. Su único tema, en el ensayo y la novela, es el hundimiento, la ruina.
(Publicado en el Quadern de El País, 25-10-18)