Opio

Cuando una organización política o un particular se muestran inclinados a buscar un equilibrio entre las propuestas de la socialdemocracia y el liberalismo, suscitan de inmediato en los partidarios de la izquierda integrista y sus dirigentes una airada reacción de condena moral. En ello ven fariseísmo, pues consideran fuera de toda lógica progresista la pretensión de regirse por la realidad de los hechos y no por las consignas de una ideología impermeable, y despachan el asunto con un viejo silogismo: «Si dicen que no son ni de izquierdas ni de derechas, es que son de derechas». Es una de esas máximas que se dicen, no como el producto de una reflexión, sino como un reflejo condicionado, y la eficacia de su repetición reside en la sugestión mórbida que causa la palabra «derecha» en el imaginario de los que adquieren miméticamente la frase.

        Es el síntoma de una descomposición, porque la síntesis del centroizquierda y el centroderecha ha configurado la democracia europea desde la segunda mitad del siglo XX, y el desprecio de que es objeto indica que una parte importante de la opinión pública, la que domina en la educación y la cultura, y alimenta las redes sociales, renuncia a los beneficios, los derechos, las libertades, la forma de vida privilegiada que han conocido las últimas generaciones de europeos. Mientras que la derecha posmoderna tiene muy poco que ver con su predecesora de antes de la Segunda Gran Guerra, la izquierda posmoderna, la que a la caída de la Unión Soviética halló su razón de ser en el ecologismo, la lucha contra los transgénicos y la defensa de las identidades colectivas, ha ido a parar de nuevo a las tinieblas de los años treinta y de la guerra fría. Algunos de los objetivos que ambiciona no habrían excitado los ánimos de sus abuelos, pero les mueve el mismo afán de sustituir el orden democrático por una utopía revolucionaria. Coinciden en eso con la extrema derecha y el nacionalismo, y no tiene pues que extrañar a nadie que en ocasiones se junten tan fácilmente con ellos.

        En 1995, Raymond Aron escribió El opio de los intelectuales para refutar la drástica separación que en aquellos años se producía en Francia entre la izquierda y la derecha, y para mostrar las raíces míticas del pensamiento de la izquierda radical. Sartre y los intelectuales progresistas del momento justifican los crímenes de la Unión Soviética en nombre del triunfo ineluctable del proletariado, se implican en la revolución cubana o adoptan la fe maoísta sin tener la menor idea de lo que pasa en China, mientras protestan enérgicamente por cualquier acción de los Estados Unidos. La adhesión al comunismo de los pensadores franceses permitía revestirse con la pose moral del compromiso. Si para Marx la religión era el opio del pueblo, para Aron el misticismo revolucionario es el opio de los intelectuales. Hoy en día el puesto de los intelectuales lo ocupan con más eficacia los personajes mediáticos. El consumo de opio se ha democratizado.

(Publicado en el Quadern de El País, 12-07-18)

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