El uso del término «fascista» para desacreditar cualquier opinión, actitud o programa político que se oponga, aunque sea puntualmente, a los valores y pretensiones de la izquierda es casi tan antiguo como el propio fascismo. En El camino al 18 de Julio (Espasa), Stanley Payne documenta, en los últimos años de la República, la extensión del uso de «fascismo» y «fascista» aplicado a toda la derecha. También documenta el uso de la expresión «oasis catalán» en un artículo de «La Veu de Catalunya» del 4 de marzo de 1936, pero aclara que se presenta como una aspiración, frente a la violencia y el desorden que reinaban en toda España, y no como el reconocimiento de una realidad diferenciada, que es el sentido que la cultura del autoelogio le ha dado estos últimos años.
Que el hombre vive en el lenguaje no lo demuestran solo la poesía y la filosofía, sino también el papel de la propaganda en los delirios de masas. En nuestros tiempos, la expansión de la etiqueta «fascista» —con las variantes de «facha», «franquista» y «falangista»— ha creado millones de circuitos neuronales que se encienden para dar la alerta contra todo lo que no forma parte del sistema de creencias del ultraprogresismo, la pasión identitaria y la ideología de género. En el caso particular de Cataluña, ese caballo de batalla es quizás la herramienta que más ha contribuido a llevar las cosas al terreno en el que se encuentran en este momento. Para los devotos del Procés, «fascista» es todo aquel que queda fuera de su ámbito. El anatema justifica la comunión de la derecha catalana con el anarcocomunismo como si se tratara de la alianza de las potencias occidentales con la Unión Soviética para derrotar al nazismo, y justifica también que no se tenga que actuar contra hordas de fanáticos que boicotean un acto cultural en una universidad a los gritos de «Vosotros, fascistas, sois los terroristas» y «El fascismo avanza si no se le combate», como si ya hubiese empezado a llegar a nuestras latitudes la plaga que ha ido carcomiendo la libertad de expresión en las universidades americanas, donde —a menudo con el beneplácito de las autoridades académicas—grupos de estudiantes poseídos por un odio incontenible impiden el uso de la palabra a todos los sospechosos de discrepancia.
Estas últimas semanas se ha discutido mucho sobre la existencia, en los años treinta, de un fascismo catalán auténtico. Los referentes del actual presidente de la Generalitat (Estat Català, Dencàs, los hermanos Badia) ¿eran realmente fascistas o solo lo hacían ver? Para quien tenga curiosidad, en La lucha por Barcelona, de Chris Ealham (Alianza), se describen y se documentan el ideario y las acciones de esos referentes. Podemos llamarles como queramos; lo que interesa no es determinar qué es y qué no es el fascismo, sino observar, en el pasado y el presente de este oasis ya constituido en República del desierto, qué se le parece más.
(Publicado en el Quadern de El País, 14-06-18)