Ilusiones

Algunos dicen que la revuelta del 68 empezó con la protesta de unos estudiantes de la universidad de Nanterre, liderados por Daniel Cohn-Bendit, por la detención de activistas que se manifestaban contra la guerra de Vietnam. Otros aseguran que la desencadenó una reivindicación aparentemente más frívola: en la residencia de estudiantes de la misma universidad no se permitía que los chicos y las chicas pudiesen visitarse mutuamente en las respectivas habitaciones. Las dos versiones responden a los ideales más destacados del movimiento: el pacifismo y el amor libre. A los estudiantes les motivaba tanto la política como el sexo, y con la conjunción de ambas aspiraciones, que consideraban la esencia indisoluble de sus ilusiones revolucionarias —cambiar el mundo y cambiar la vida— engendraron una perversa fantasía. Para dar cuerpo y estructura al sueño que querían hacer realidad, se manifestaban con las efigies de Ernesto Che Guevara y Mao Zedong. El primero, consagrado desde su muerte, un año antes, como el héroe máximo del antiimperialismo, presumía de homofobia y exaltaba el placer de matar; el segundo, en los mismos momentos en que los estudiantes lo adoptaban como estandarte, reprimía las relaciones sexuales fuera del matrimonio con condenas que iban de años de cárcel a pena de muerte. La cara de Trotski no se exhibía tanto, pero también soplaba en la dirección de la revuelta. El historiador socialdemócrata Benjamin Stora, militante a partir del 68 de la Organisation Communiste Internationaliste, de tendencia trotskista, recuerda en su último libro que lo único que impulsaba a teóricos y activistas de aquella extrema izquierda era la denuncia y la destrucción del orden político burgués, de la libertad de mercado y la democracia liberal. De lo que ocurriría después, ya se hablaría a su tiempo. A pesar de la trinidad revolucionaria —Mao, Guevara, Trotski— que por ignorancia exaltada adornaba la liturgia de la revuelta, el grueso del movimiento no estaba para estas cosas. Quería conquistar pacíficamente la libertad sexual, la libertad de expresión, la igualdad de razas y sexos, y también un hedonismo sin obstáculos legales. Todo cuanto los regímenes comunistas perseguían brutalmente, además de una reforma de la universidad que consagrara el relativismo y acabase con el humillante sistema de exámenes y notas. Cuando el filósofo polaco Leszek Kolakowski llegó a Occidente aquel mismo año, quedó impresionado por «la mayor decadencia intelectual que jamás hubiera visto en un movimiento de izquierdas». Se refería al combate contra el saber que encontraba invariablemente en los campus que visitó: cualquier pretensión de rigor académico, respeto a la tradición, jerarquía intelectual, era una muestra intolerable de fascismo. Con el tiempo las cosas encuentran su lugar, y es cierto que hemos recibido importantes beneficios del espíritu del 68: la libertad individual y la diversidad social. Justamente lo que los populismos vuelven ahora a poner en peligro.

(Publicado en el Quadern de El País, 17-05-18)

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