El viernes santo de 1910, Pío Baroja se fue a Barcelona con la expresa intención de pronunciar una conferencia en el auditorio de la Casa del Pueblo, tras haber publicado en la prensa de Madrid ciertas aseveraciones poco o nada amables con el catalanismo y que habían ocasionado las correspondientes rasgaduras de vestimentas en «La Publicitat», «La Veu de Catalunya», y otros rotativos de la ciudad. Lo hizo recogiendo el reto lanzado por «El Poble Català», que le había preguntado si se atrevería a decir cosas tan fuertes en el Ateneo Barcelonés. No osó presentarse en el Ateneo, pero en la Casa del Pueblo, fundada cuatro años antes por don Alejandro Lerroux y emplazada en la calle de Aragón esquina Casanova, dobló la apuesta.
En la conferencia, Baroja se declara admirador de la ciudad y sus habitantes, y expresa sin ambages la escasa consideración que le inspira la cultura del catalanismo. El modernismo le causa tanto malestar como el novecentismo. Califica de flatulencias los escritos de Gabriel Alomar; las glosas de Eugenio d’Ors se le antojan ejercicios de esnobismo sin gracia alguna, y las comedias lacrimosas de Rusiñol le hacen sentir disuelto en un mar de merengue internacional. En la literatura catalana del momento, nada le parece catalán; más bien lo encuentra sueco, noruego, danés —afirmación que ahora haría felices a los promotores de la Dinamarca del sur—, e incluso tártaro. Y se pregunta cómo pueden tomarse en serio las pesadas pedanterías de Pere Coromines, cuyos pensamientos le dan la impresión de estar nadando en grasa, criterio que Josep Maria de Sagarra —dicho sea de paso— compartiría unos años más tarde en unos célebres versillos satíricos nada halagadores con la perspectiva de género: «Ets fresca com una rosa/ més puta que les gallines/ i pesada com la prosa/ de don Pere Coromines«.
Las observaciones de Baroja, que abomina igualmente de la arquitectura modernista, y de la industria, la ciencia y la filosofía catalanas, oscilan entre el deseo provocador de sacudir las plácidas aguas de la contemplación catalana, y la pura sensatez. Vasco como era, conocía de primera mano las ridiculeces y las amenazas del nacionalismo, y las pretensiones étnicas que veía emerger en Cataluña le ponían de los nervios. Mucho más interesante que sus juicios sumarísimos sobre la cultura catalana es lo que reporta de todo cuanto oye y lee en Cataluña. Las plumas de la prensa catalanista ya repetían, en aquellos años, las mismas certezas morales que ahora oímos en boca de esa clase de tertulianos que siempre empiezan sus frases preguntándose «¿cómo puede ser que en pleno siglo XXI, etc.?»: los castellanos son fanáticos arrebatados y violentos, y los catalanes, tolerantes, prácticos y pacíficos. Son cosas que Pío Baroja ha de oír pocos meses después de la Semana Trágica. «Yo no les odio —dice—, ni mucho menos; aunque creo que si fuera catalán les odiaría». Y aquí es donde más acierta.
(Publicado en el Quadern de El País, 15-03-18)