En 1987, el poeta, humanista y crítico literario Juan Ferraté escribió en el Diari de Barcelona un artículo que en aquel momento, si mal no recuerdo, apenas movió a escándalo, y que ahora, con toda probabilidad, haría saltar la alarma de las buenas conciencias y tal vez serviría de combustible para una campaña incendiaria contra el diario que se atreviese a publicarlo. Se llamaba «Veritats de la imaginació i sortides de peu de banc», y el lector interesado lo puede hallar en el volumen de artículos de Ferraté que Empúries editó en 1989 con el mismo título con el que, en su memoria, bautizamos esta columna: Provocacions.[1] Ferraté expone el caso hipotético de un novelista que, en un momento del relato, decide introducir un episodio en el que el protagonista viola a un niño de ocho años. Puesto que ese novelista imaginario es serio y competente —es decir: conoce el oficio y se propone componer una obra literaria y no un discurso de propaganda sentimental, política o moral— el lector se puede identificar perfectamente con el personaje y vivir sus emociones sin alterar sus convicciones. En el lector de una obra literaria o el espectador de un objeto de arte o de una película conviven dos verdades, y esa convivencia solo resulta perversa cuando las dos se confunden por estupidez o locura. En el artículo de Ferraté hay una frase esencial para entender la naturaleza de la imaginación poética: «Lo que el lector tiene ante sí es la transposición de su experiencia en los términos propuestos por la novela». No necesitamos ser un asesino para vivir como propios los padecimientos y los terrores de Macbeth, del mismo modo que no tenemos que convertirnos en insectos para meternos en la piel de Gregor Samsa.
Obedeciendo solo a una coherencia interna, en la composición de una obra literaria pueden entrar tanto los buenos sentimientos como la perversión, pero no como una finalidad en sí misma, sino como parte integrante de unas coordenadas estéticas, y el lector está llamado a contemplarlo todo con la indiferencia moral con que los dioses contemplan el orden universal. Por este motivo, porque la pintura, exactamente igual que la literatura, no puede ser valorada ni comprendida fuera de las dimensiones en las que habita, los sucesivos accesos de indignación y escándalo con que el puritanismo contemporáneo ha exigido, y en algunos casos obtenido, la retirada de obras de los museos y la censura de carteles, desde el caso de Balthus hasta los de Waterhouse y Egon Schiele, entre otros, no solo indica que la cultura occidental ya vuelve a ser presa de una furia intolerante de consecuencias muy temibles, sino también que, para el espíritu moral que ya se ha hecho fuerte en las universidades y ya infecta incluso las instituciones democráticas —en el caso de Schiele los censores son los gobiernos de Alemania y Reino Unido— el arte ha dejado de tener sentido.