Ochocentistas

En una entrevista emitida hace algunos meses por la televisión autonómica de Cataluña, la diputada de la CUP Anna Gabriel, paseando con mirada nostálgica por el patio de una antigua fábrica, define el progreso como la recuperación de la economía fabril. En otro momento, ante un huerto urbano, acusa al Sistema de haber expulsado a los jóvenes de la tierra y, en nombre de los «planteamientos comunitarios autogestionados», reclama la recuperación de la tierra «para acercarnos más a la lógica de la soberanía alimentaria».

    Hay en la CUP, y también en el colauismo y en general en toda la izquierda radical, un fondo espeso de naturismo, de creencia en un pasado arcádico, de horror ancestral al desarrollo económico, que a veces le aproxima más al comunitarismo místico de un Thoreau y un Tolstoi que no al socialismo moderno. Y, por supuesto, también le aproxima al anarquismo que reinó a caballo de los dos últimos siglos y que, esencialmente, se había incubado en aquellos delirios. Pero los ideales ochocentistas de nuestros días no son exclusivos de la izquierda. Como decía Ortega, todos los fenómenos de una misma época son hermanos uterinos aunque sean enemigos, y así como el anarcocomunismo de hoy procede de los socialistas utópicos del siglo XIX, la extrema derecha que amenaza a Europa y ya gobierna en Estados Unidos se emparenta con los románticos ultraconservadores del mismo periodo. Comprometidos unos y otros con la reacción antiliberal, eran por encima de todo contrarios a la supresión de las barreras comerciales y al advenimiento de la democracia. No debe, pues, extrañarnos que sus descendientes se vean hermanados en las líneas fundamentales de sus respectivos pensamientos: proteccionismo económico, oposición frontal a los tratados de libre comercio, rechazo del proyecto europeo, sustitución de la política por las movilizaciones populares, de la racionalidad por los sentimientos, las creencias y los símbolos. Y también podríamos añadir el proteccionismo moral, que aun apuntando en cada facción a manías distintas ―en algunos casos más coincidentes de lo que suele pensarse―, responde a una misma mentalidad. No sé si todas estas analogías podrían explicar que, según las encuestas, un 25 por ciento de los votantes del socialista radical Mélenchon se inclinaría por Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales francesas, pero es un dato que hay que tomar en cuenta.

    Como sus antecesores, los ochocentistas del siglo XXI se amparan en la voluntad popular. La pretensión de que el apoyo del pueblo ―escenificado a menudo con agitaciones callejeras― es la última instancia de una democracia lleva años pugnando por deslegitimar el Estado de Derecho. Guiados también por vientos del mil ochocientos, algunos guardianes del Procés invocan con devoción la fidelidad a la tribu. Tribu es la palabra clave que, en el pensamiento de Popper, define la sociedad cerrada.

(Publicado en el Quadern de El País, 09-03-17)

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