Pocas cosas exaltan tanto la indignación instintiva de la buena gente como el uso de un nombre propio, de persona o lugar, en una forma distinta de la que han decidido la suposición personal o las falsas ideas sobre el mundo que con tanta prodigalidad difunden las escuelas y los medios de comunicación. En las aulas universitarias, en esos tiempos nuestros en que los estudiantes toleran mal que los profesores se desvíen un milímetro de los prejuicios vigentes y algunos así lo hacen saber en voz alta sin la menor noción de lo que representa la autoridad académica, basta por ejemplo que un texto en castellano se refiera a Ramon Llull en la forma tradicional Raimundo Lulio para que salte inmediatamente un espontáneo dispuesto a proferir acusaciones de catalanofobia contra el autor del texto. Si el profesor es hombre paciente hará una pausa para respirar hondo y le responderá con amabilidad que Raimundo Lulio deriva de Raymundus Lullius, nombre con el que el filósofo mallorquín firmaba sus obras latinas, y que en francés es conocido como Raymond Lulle y en inglés como Raymond Lully. En general, ninguna de esas razones logrará tener incidencia en la mente del espontáneo, que muy probablemente responderá: «Pero a mí me han dicho que los nombres propios no se traducen». El profesor, armándose de paciencia, replicará entonces que esa tendencia, que sin duda es la que sigue la costumbre contemporánea, aun cuando no deja de presentar notables excepciones (como es en general el caso de reyes, príncipes, papas y emperadores), no siempre ha constituido una norma, y que antiguamente era habitual traducir a las diversas lenguas los nombres de fama universal. Llegados a este punto, a los estudiantes no les quedará otro remedio que aceptar el dictamen del profesor, pero tal vez lo hagan con aires de contrariedad, y puede que algunos le miren con el recelo del que no acaba de estar seguro de si la persona que tiene ante sí merece su confianza.
La discusión sobre la legitimidad de traducir los nombres propios puede dar lugar, en el aula o en la calle, a situaciones aún más desmoralizadoras cuando el objeto de disputa no son los nombres de persona sino los topónimos. Mejor no sacar el tema. Por la época de la Transición, al catalanismo se le metió en la cabeza que los nombres de los municipios de Cataluña debían ser dichos siempre en catalán aunque uno se refiriera a ellos en castellano o en cualquier otra lengua que tuviese un equivalente propio del topónimo en cuestión. El 2 de junio de 1983, Juan Benet publicó un artículo en el diario El País en el que se mofaba de la grafía del título de una exposición que la Generalitat presentaba en Madrid por aquellas fechas: Catalunya en la España moderna. La perplejidad que manifiesta Benet y el hecho de que los carteles de la exposición, con ese Catalunya con ny, pudieran verse en Madrid con toda normalidad nos indican que a inicios de los 80 la exigencia catalanista de obligar a mantener los topónimos catalanes en la forma original ya debía de haber empezado a reinar en los territorios de la corrección política.
En virtud de la ridícula habilidad de las ideologías victimistas para convertir en un agravio intolerable la oposición a cualquiera de sus ideas peregrinas, no cumplir con esa exigencia pronto se consideró ofensivo, y ya fuera por el deseo de contemporizar o por la salvaguarda de determinados intereses políticos, lo cierto es que decir y escribir en castellano Girona y Lleida no tardó mucho en convertirse en uno de los valores oficiales del progresismo. Al mismo tiempo, los medios de comunicación nacionalistas continuaban diciendo y escribiendo Conca (por Cuenca) y Lleó (por León), como corresponde en lengua catalana, e imponían denominaciones tan absurdas como Reial Madrid. En consecuencia, lo que reclamaban y siguen reclamando para el catalán los nacionalistas y los que se avienen a todas sus pueriles pretensiones es un trato diferenciado, un trato de lengua idiota, por decirlo de manera clara y justa. A ningún inglés se le ocurrirá exigir que, a Londres, se le llame London en todos los idiomas del mundo; a ningún holandés se le ocurrirá exigir que a La Haya se le llame Den Haag en todos los idiomas del mundo. Los catalanes nacionalistas sí consideran intolerable que, hablando en castellano, a Gerona se le llame Gerona.
Hace años que la exigencia de no traducir los topónimos catalanes al castellano me llama la atención como un síntoma importante de ese deseo vehemente de los nacionalistas de convertir la cultura catalana en un fenómeno grotesco. Volví a pensar en ello al escuchar cómo en el discurso de la coronación el rey Felipe VI se refería a su condición de príncipe de Girona. Arcadi Espada aludió a ese pasaje en su análisis del discurso real publicado en El Mundo este 20 de junio:
«La adulación lingüística, por cierto, tuvo también un momento casi gracioso cuando el Rey Felipe habló del Príncipe de Girona. Bien: no solo resulta inconveniente dejar sin traducir los topónimos cuando puede hacerse (que es siempre con los topónimos relevantes y no con las aldeíllas). Es, además, una muestra de afecto. Recíproca. Con la comunidad lingüística del topónimo original y con la del topónimo traducido».
Lo último que persiguen los nacionalistas es el afecto, el respeto, y precisamente por eso, si Felipe VI hubiese dicho Gerona en lugar de Girona, habría desencadenado las furias de millones de feligreses. Seguro que los políticos y los tertulianos del régimen esperaban con ansia que ocurriera algo semejante. La Corona no lo tiene fácil.