En ocasiones especiales, muy en particular durante las fiestas navideñas, la sociedad se complace en poner de relieve los principales vicios, manías y perversiones que el resto del año cultiva con mayor modestia y con un estilo más bien rutinario. En las dos primeras categorías podríamos incluir el consumismo, la gula y el ansia de poner adornos y de mandar felicitaciones a propios y extraños, cosas todas ellas que merecen el máximo respeto, pues al fin y al cabo —y por decirlo con un galicismo muy querido por Josep Pla— hacen marchar el comercio. La tercera categoría se distingue de las otras dos por no ser en absoluto productiva. Probablemente habría que incluir en ella los buenos propósitos para el nuevo año y los deseos de paz y felicidad, pero no hay perversión navideña más turbia que la que nos ofrece el uso moralizante de la caridad. La Cruz Roja, en su por lo demás muy loable campaña de recogida de regalos para los niños pobres, recuerda con insistencia que los juguetes que se aporten deben cumplir tres condiciones, la primera de las cuales es, en contraste con las dos que le siguen, perfectamente razonable: los juguetes tienen que ser nuevos, no bélicos y no sexistas. De modo que uno puede comprarle una espada a su hijo, un tanque a su sobrino y un precioso muñeco con toda su canastilla a la niña de unos amigos, pero no puede regalar estas cosas a los niños pobres. Por ser pobres.
Nada nuevo bajo el sol: el ejercicio de la caridad siempre ha llevado emparejada la purificación de sus beneficiarios, pero en los últimos cincuenta años ha ido pasando lentamente del rancio puritanismo al rancio progresismo y, como ocurriera ya con su antecedente reaccionario, los axiomas que sostienen el nuevo moralismo hace tiempo que han abandonado la secta para constituirse en un valor social indiscutido. Para ello ha sido fundamental el concurso de los expertos, tan hábiles siempre a la hora de reclamar y obtener trato de verdad científica para lo que a ciencia cierta no puede calificarse más que de ofuscación ideológica. Hace mucho que esa clase de mentalidad, que no descansa en todo el año, rige los principios de la educación y los servicios sociales, y encuentra en los medios de comunicación una complacencia imperturbable, pero en Navidades todo se ilumina.
Decíamos, pues, que en esas fechas la Cruz Roja impone un cordón sanitario para que los juguetes que ellos consideran bélicos y los juguetes que ellos llaman sexistas no contaminen a los niños pobres. Si de algo estoy convencido es de que en la infancia de muchas personas de mi tiempo, en la mía sin ninguna duda, los juegos de guerra con soldados de plástico —los de plomo eran un lujo de generaciones anteriores, y si alguna vez nos caía uno en la mano lo contemplábamos con envidia— ponían en marcha una imaginación narrativa que a menudo no se limitaba al trazado de un argumento simple, sino que llegaba a dotar de un cierto carácter a los personajes que intervenían en la acción. Entre la pasión por esta clase de juego y la pasión por las películas, los cómics y las novelas no hay solución de continuidad. Incluso ahora, cuando leo o cuando escribo, pongo en ello la misma clase de interés que ponía al desplegar soldados por las habitaciones de mi casa de acuerdo con un plan previamente tramado, solo o en compañía de mi hermana o de un amigo. De eso es de lo que la Cruz Roja quiere privar a los niños pobres.
Por lo que respecta a la exigencia de aportar a la campaña de Reyes juguetes que no sean sexistas, los ideólogos de la beneficencia incurren a mi juicio en un error técnico. El juguete sexista es —si no interpreto mal a los psicopedagogos— el que se destina a un niño o a una niña en razón de su sexo. Siendo así las cosas, el sexismo está en la asignación del juguete y no en el juguete en sí, por lo que no veo nada fácil el cumplimiento de esta condición, teniendo en cuenta que el ciudadano que contribuye a la campaña se limita a adquirir el regalo y depositarlo en uno de los puntos de recogida. En fin, no vamos a meter baza en un asunto que no nos incumbe. Lo que aquí nos llama la atención es que los que ponen la caridad al servicio de sus opiniones morales, además de entender el juego solo como un vehículo de socialización y aprendizaje, parecen suponer que la simulación de guerras, tiroteos y apuñalamientos predispone a la violencia (o incluso que es una de las inclinaciones que hay que sofocar para llegar a la paz universal), y que los juegos de muñecas convierten a las niñas en dóciles amas de casa destinadas al cuidado del hogar y de los hijos. En estos últimos años le ha llegado al juego infantil la misma fatalidad que mucho antes sufrieron la literatura y el arte: su secuestro por parte de los ideólogos.
En una página web de la Cruz Roja Juventud de Cataluña dedicada a la última campaña de Reyes hallamos la siguiente declaración:
Necesidad de transmitir unos valores adecuados a la infancia más desfavorecida que les enseñen a ser conscientes de sus derechos y de su educación. En este aspecto, el juguete es un medio para conseguir su desarrollo intelectual, afectivo y social de una manera positiva y normalizada. La campaña de juguetes se implica en este sentido mediante la recogida de juguetes nuevos, no bélicos y no sexistas que se encaminan a este colectivo.
Lamentando tener que dejar aparte, por no entrar en una digresión, el comentario de las heridas mortales que los responsables del texto infligen a la sintaxis, me centraré en la locución adverbial de la cuarta línea, pues revela como un síntoma patognomónico la naturaleza de la enfermedad que la produce. Me refiero, claro está, a la expresión «de una manera positiva y normalizada». No estamos ante unos adjetivos cualesquiera; positivo y normalizado son, por el contrario, los dos faros que han iluminado las últimas operaciones de cretinización a gran escala que se han llevado a cabo en nuestra sociedad. El primero aparece en todos los libros de autoayuda y en todos los manuales de lenguaje políticamente correcto, y también suele utilizarse para descalificar objeciones y reconducir conductas indeseables; cuando algo no es positivo, no puede expresarse sin escándalo. Y en cuanto a normalizar y sus derivados, siempre constituyen el grito de guerra de los nacionalismos cuando se lanzan a aplicar sus proyectos de ingeniería social. Orwell no andaba equivocado en su propuesta de llamar genéricamente «nacionalismo» a todas las ideologías, pues todas parecen dialectos de un mismo idioma.