Millones de fantasmas en la calle

Con manifiesto abuso de la semántica, hay quien ha querido aplicar los adjetivos «nazi» y «fascista» al nacionalismo catalán en general y muy en particular al movimiento secesionista que, desde septiembre de 2012, encabeza el actual presidente de la Generalitat. Es mucho más habitual la aplicación en forma de reflejo condicionado del término «facha» a todo lo que no queda situado en la órbita de los nacionalismos catalán y vasco o del izquierdismo republicanista, palestinista, violeta o verde, y esta segunda tendencia, que ya hace mucho que echó raíces en la mentalidad triunfante del país, no ha suscitado nunca el escándalo de la primera, como tampoco lo ha suscitado el hecho de que los líderes del nacionalismo catalán hablen de «partidos de tradición democrática» para excluir del sistema a los que se resisten a darles la razón.

    Como decía al principio, esa manera de expresarse constituye cuando menos un abuso de la semántica, aunque solo sea por el hecho incontrovertible de que el nazismo y el fascismo son movimientos que se producen en un momento histórico determinado y con unas características políticas que no se corresponden, ni en proporción ni en esencia, con lo que se pretende denunciar, y en el último caso aludido constituye también un agravio comparativo, porque la plena tradición democrática no la pueden exhibir con rigor histórico los que tan animosamente la niegan a los demás. El fenómeno no tiene nada de nuevo: la izquierda europea de los años treinta ya consideraba nazi todo lo que no le era exactamente favorable, y los estudiantes que en el año 68 se rebelaron contra las instituciones democráticas no veían ninguna diferencia entre un campus universitario y un campo de concentración. Sin embargo, que este lenguaje sea claramente abusivo y que, en consecuencia, pertenezca más al terreno del exabrupto que al de la opinión política —dejando de lado que la opinión política espontánea tiende a menudo al exabrupto— no debería impedirnos ver que lo que ocurre en Cataluña —con la discreción de una lluvia fina desde hace varias décadas y con la intensidad de una tempestad prolongada desde hace poco menos de un año— tiene más de un punto de contacto con los movimientos de masas que tuvieron lugar entre la segunda mitad del siglo diecinueve y el primer cuarto del veinte, y que acabarían conduciendo a las ideologías políticas totalitarias de derecha e izquierda que tanta devastación causaron en el continente europeo. Por supuesto, no pretendo incluir en ese paralelismo ninguna relación de consecuencia; no quiero decir, y ni tan siquiera insinuar, que lo que vemos que sucede actualmente en Cataluña tenga que conducir a ningún tipo de totalitarismo. Lo único que digo es que presenta ciertas analogías con una clase de fenómenos que se dieron con bastante prodigalidad durante el periodo que va del romanticismo a la Segunda Gran Guerra, y me parece que eso no se puede negar con la alegría con que en este país se niega o se afirma todo lo que conviene negar o afirmar.

    El rasgo más destacado, y más preocupante, del caso que me ocupa es la pretensión, reiteradamente manifestada por los dirigentes del llamado proceso soberanista, de sustituir el Estado de derecho por la democracia popular. Antes de llegar a los regímenes parlamentarios fundados en el respeto a las leyes y la democracia representativa que tienen hoy en día los países más desarrollados políticamente, la invocación de una difusa voluntad popular para dar legitimidad a la acción política creó las condiciones necesarias para convertir a las masas en protagonistas de la historia, y es pues la fantasmagórica voluntad popular, y no la imposición tirana de una oligarquía sobre los designios del pueblo sabio, lo que permitió la aparición de los diabólicos totalitarismos del siglo veinte. Todo eso se halla muy bien explicado en La nacionalización de las masas, de George L. Mosse, un libro de una importancia capital para comprender el sentido profundo de las derivas populistas que periódicamente vuelven a asomarse a la historia.

    La convocatoria de las masas y la legitimación por las masas han formado siempre parte sustancial del estilo político del catalanismo: no creo que haya en toda Europa ninguna otra sociedad contemporánea tan orgullosa de las concentraciones humanas; en todas partes se hacen manifestaciones, pero lo que suele hacerse aquí son demostraciones de unidad nacional o exhibiciones gregarias cargadas de patetismo. Eso, que es con toda evidencia un rasgo arcaico, se presenta siempre como una de las mejores virtudes del pueblo catalán. Mosse habla de los grandes reuniones con ofrendas florales alrededor de monumentos para escenificar litúrgicamente la presencia del espíritu del pueblo, de las celebraciones musicales y folclóricas destinadas a enaltecer la nación, de las tablas gimnásticas, del excursionismo. Todo eso lo hemos tenido y lo tenemos con las ceremonias del 11 de Septiembre, con la mística de los Castellers, con la fascinación y la devoción que inspiran las grandes hazañas deportivas, y lo tendremos pronto, en su forma más apoteósica, con el concierto por la independencia (llamado «por la libertad») que se quiere dar en el Camp Nou y con los actos que se proyectan para celebrar en 2014. Finalmente, el culto a las manifestaciones multitudinarias que desde 1977 hasta 2012 han llenado las calles de Barcelona de ríos de gente, tanto para defender causas razonables como para adherirse incondicionalmente al líder o acudir a la llamada de los profetas, ha constituido la parte más sustancial de ese atavismo pre democrático que tanto ha interferido en las prácticas políticas de los últimos treinta y cinco años. Es bien sabido que tanto la prensa como los dirigentes políticos han proclamado incansablemente que en esas manifestaciones se han concentrado cada vez un número de manifestantes próximo al millón. También se sabe —pero no se sabe tanto porque esas cosas solo las conoce la escasa minoría que no se alimenta exclusivamente de propaganda institucional— que en las calles de Barcelona no se han manifestado nunca tales multitudes. Como mucho se han reunido alrededor de unas 300.000 personas. Las fuentes de esta afirmación son, aparte del sentido común (no hay más que tener en cuenta los metros cuadrados que ocupa una manifestación y tener presente que en un metro cuadrado repleto no caben más de tres personas); la empresa Lynce, de Madrid, que ha tenido que cerrar por problemas económicos, y el grupo Contrastant, de Barcelona, que ya hace años que abandonó por puro agotamiento. En el caso de Lynce, los nacionalistas catalanes podían pronunciar el vade retro habitual y considerar toda evaluación de un número de manifestantes como uno más de los muchos ataques de Madrid que tiene que sufrir el pueblo; en el caso de Contrastant —un equipo vinculado al independentismo pero con una voluntad de respeto a la realidad de los hechos muy rara en los valedores de la causa— la objeción se torna imposible. Como dije hace un momento, Contrastant dejó de existir años atrás, pero su principal impulsor, Miquel Almirall, se atrevió a explicar con detalle que el pasado 11 de septiembre, en las calles de Barcelona, no se han concentrado, ni por aproximación, el millón y medio de personas que los dirigentes políticos catalanistas y la legión de periodistas que con toda diligencia se han puesto a su servicio aducen constantemente como base de sus argumentaciones populistas.

    Cataluña es, muy probablemente, el país que cuenta con más fantasmas por metro cuadrado. Si bien hablar de fascismo y nazismo en relación con ciertos fenómenos actuales que se producen en el marco de sociedades democráticas constituye a todas luces un abuso de la semántica, hablar de fantasmas para referirse a los millones de manifestantes que durante las últimas décadas han hecho sentir una y otra vez su presencia en las calles de Barcelona es, en cambio, ajustarse escrupulosamente a las definiciones de los diccionarios.

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Una respuesta a Millones de fantasmas en la calle

  1. No me parece a mí que situar la tendencia política catalana en los márgenes del nacionalsocialismo suponga ningún abuso de la semántica (y ahora ni siquiera se da la excusa de un Heidegger), si bien esto no conlleva en absoluto una contingente deriva holocáustica o hitleriana, «que lo que vemos que sucede actualmente en Cataluña tenga que conducir a ningún tipo de totalitarismo», como a mi juicio dice usted muy bien.

    Por otro lado, habla usted del volkgeist o de la voluntad popular sin echarle la culpa a Fichte y a Rousseau, y de manifestaciones populistas como si la propia democracia no fuera una forma de demagogia populista, una (casi) degeneración de la aristocracia, que diría Platón sobre los postulados de Pericles.

    Enhorabuena por el blog. Y siento mucho lo del plagio, es vergonzoso. Yo también he llegado hoy aquí a través del blog de Arcadi Espada.

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